viernes, 16 de octubre de 2009

El grito de Triana y el encubrimiento de América!!!


El grito de Triana

Tener a Dios y a la Virgen en los labios,
la religión en apariencia, un rosario en la mano
y sólo los intereses temporales en el corazón,
es la primera máxima de vuestra nación
soberbia: España.

Richelieu



La serena inmensidad del mar parecía inquietar aún más el espíritu ansioso de los hombres en vigilia. Las tres carabelas que habían salido el viernes 3 de agosto de 1492 de la barra de Palos o Saltés, se dejaban llevar pesadamente hacia algunas orillas imaginarias que, hasta ese momento, tal vez existían sólo en el delirio del futuro Almirante. Aunque éste tuviera en secreto a Nóloc como prueba irrefutable de que había tierras hacia el Poniente, pero sin imaginar ni remotamente a qué distancia se hallaban las mismas. Entre los 120 hombres que constituían la tripulación, entre oficiales, galeotes y acompañantes en general, estaba Nóloc anónimamente con los embarcados. Por un pacto con Colón debía callar siempre sobre todo aquello que se refería a su origen y la forma en que se habían conocido. Así lo hizo varios años, desde que llegó a la isla Madeira con unos marineros -74- náufragos que le trajeron de otra isla de las Antillas, donde él vivía y que una poderosa tormenta llevó el barco que había salido de España rumbo a Inglaterra o Flandes. Si bien el regreso también resultó lleno de accidentes y crueles padecimientos, entre los moribundos sobrevivientes estaban Nóloc, el piloto -que algunos sostienen que fue el mismo Colón-, y algunos ayudantes más.
Se sabe que Colón, a fines de 1483, solicitó al rey Juan II de Portugal carabelas aprovisionadas para un año y provistas de baratijas para el trueque, «cascabeles, bacinetas de latón, hojas del mismo latón, sartas de cuentas, vidrio de varios colores, espejuelas, tijeras, cuchillos, agujas, alfileres, camisas de lienzo, paño basto de colores, bonetejos colorados, y otras cosas semejantes, que todas son de poco precio y valor, aunque para en re gentes del las ignorante, de mucha estima». Además, Colón tenía en su poder la carta, escrita por un sacerdote portugués en 1474, que le envió el famoso geógrafo florentino Toscanelli y decía lo siguiente: «(habla) del muy breve camino que hay de aquí a las Indias, donde nace la especería. (...) Y de la isla de Antilia hasta la novilísima isla de Cipango... son 2500 millas... la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y de piedras preciosas: sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales». La fuerte tempestad marítima que devolvió a los marinos hacia las orillas de Madeira fue por aquellos años, pero nadie hasta hoy quiso romper el encantamiento que produjo el anuncio oficial y «real» de la existencia del «Nuevo Mundo y de las Indias».
Según parece, Cristóbal Colón nació en Génova alrededor de 1451, hijo de unos tejedores y comerciantes, Domingo Colombo y Susana Fontanarrosa. Desde muy joven comenzó a navegar por las costas mediterráneas ofreciendo las mercancías de sus padres y acompañando también a unos parientes filibusteros. Cristóforo Colombo, tal su nombre verdadero, a su condición de aventurero y mercachifle, siempre se añadió a sí mismo una misión divina sobre la tierra. Su hijo y biógrafo Fernando escribió en ese sentido: «Creo que el Almirante fue elegido por Nuestro Señor para una cosa tan grande como la que hizo, y porque había de ser verdadero apóstol, como lo fue en efecto, quiso que en este -75- caso imitase a los otros, a los cuales, para publicar su nombre, eligió en las orillas del mar y no en los palacios y en las grandezas». Pero, indudablemente, la adopción de un nombre castellanizado se debió exclusivamente a la idea de congraciarse con los Reyes Católicos, quienes fueron los únicos que le aceptaron su descabellado proyecto que sólo él sabía que no era tal. Si le hubiesen aceptado en Inglaterra o Francia, países a donde envió a su hermano Bartolomé a pedir también apoyo económico, no dudaría un instante para hacerse llamar algo así como Cristopher Clown o Cristobau Colombaire. Como así también hubiera ocurrido con Portugal, donde él mismo había pedido de rodillas en más de una oportunidad financiación para sus travesías, hubiese adoptado sin ruborizarse y tranquilamente un nombre como Cristobao Colao o algo por el estilo. Colón siempre soñó encabezar alguna vez expediciones que hicieran sombras, inclusive a las legendarias aventuras de los piratas de su tiempo, en especial a las de su tío general Colombo el Mozo. De ahí que no resulta nada extraño que haya aparecido también integrando un gran emprendimiento del gobierno de Islandia (Tule) en 1477, registrándose con el nombre de Juan de Kolno y quedando a oscuras hasta hoy los pormenores de su participación. Pero casi no cabe duda de que este viaje lo realizó, según sus propias palabras escritas que transcribe el padre Bartolomé de Las Casas, en el Tomo 1 de su Historia de las Indias: «Yo navegué el año cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra Tule, isla, cien leguas...». En base a estos datos, se deduce que «ultra Tule» sugiere que la navegación en que participó Kolno (Colón) tomó la dirección inequívoca hacia el oeste. Por lo tanto, viajando «cien leguas» al oeste de Islandia, pudo haber estado ya, nuestro futuro «descubridor» y Almirante, frente a América en 1477.
Al creerse predestinado, Colón se dispuso a cumplir su misión divina; aunque su vida de vagabundo no conoció de reparos morales ni éticas, a sus ambiciones desmesuradas y sus indisimulados fines de lucro siempre los revistió de idealismo y mística. Por un lado, se hacía llamar Xristo Ferens, «el que lleva a Cristo», y por el otro, era el hombre -76- más práctico, y concreto que se pueda imaginar... Por eso exigía a los Reyes Católicos una capitulación con suculentos porcentajes de cuanto obtuviera dentro de la jurisdicción de la Corona. El futuro Almirante provenía de una familia de comerciantes, parientes filibusteros y con experiencias propias en las más variadas operaciones comerciales. Traficante de esclavos, especies y demás productos considerados de difícil adquisición y valorados por la gran demanda. Pero lo más importante para Colón era realizar el viaje a la India para satisfacer esa escasez de especiería oriental y de paso ver la isla de Nóloc si sigue en el lugar de siempre. Es decir, Colón nunca desligó de sus ideales el fin económico y divino. Por eso a la hora de escribir sus recuerdos de 40 años en el mar cumpliendo su misión, habla de que con el oro de las Indias prepararía 100000 soldados de infantería y 100000 de a caballo para el rescate del Santo Sepulcro, como así también proveer a los reyes Fernando e Isabel «oro cuanto overen menester», especias, algodón, resinas y «esclavos cuantos mandaran cargar. Nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimos rey y reina... adonde toda la cristiandad debe tomar alegría... en tornándose tantos pueblos a nuestra santa fe, y después por los bienes temporales; que no solamente la España, más todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancia».
En su adolescencia Colón se fogueó en el arte de la navegación y piratería bajo el mando del mencionado pariente filibustero, general Colombo el Mozo. Con éste participó en un combate contra los moros y traficó negros de África para esclavos en las islas Azores y Madeira, donde eran empleados en la producción de azúcar, vino y trigo. Cuando tenía, aproximadamente, 25 años también participó como corsario en una escuadra del general Colombo el Mozo, con quien salieron al encuentro de cuatro galeras venecianas que volvían de Flandes con el propósito de atacarlas. La batalla se desató entre Lisboa y el cabo de San Vicente, donde terminó en llamas la nave en que viajaba Colón. Para salvarse, tuvo que nadar varias leguas hasta tocar costas portuguesas y luego se estableció en Lisboa. Aquí le conoció a Felipa Muñiz de Perestrello que sería después su esposa, hija de un caballero y navegante -77- italiano, ex gobernador de la isla portuguesa de Puerto Santo que había colonizado él mismo. Al morir éste había dejado varias anotaciones sobre los descubrimientos hechos por los portugueses y también los descubrimientos propios. Después de leer ávidamente estos recuerdos de Perestrello, se acrecentó todavía más en él la idea de adentrarse en el «mar tenebroso» hasta llegar a la India y aprovechar la gran demanda de pimienta, clavo, canela y vainilla. Además, el barco destartalado que volvió trayendo a Nóloc de «tierras todavía desconocidas» contenía entre sus cargas algunos de estos productos y lengüetas de oro.
Al poco tiempo, Colón enviudó quedando con un hijo y comenzó a repartirse su vida entre Lisboa y Madeira. Informándose de todo cuanto se haya escrito y dicho sobre los viajes oceánicos o atlánticos. Encontró que Séneca había vaticinado el descubrimiento con estas palabras: «Con el transcurso de los años perezosos, vendrán siglos en el que el Océano rompa sus cadenas y aparezca, ingente, la superficie de la Tierra; en que Tetis descubra nuevos orbes y no sea Tule (Islandia) el término del mundo». También Séneca en su Libro Quinto de las Cuestiones Naturales dice que «el mar es navegable en pocos días si el viento es favorable». Asimismo, entre las lecturas preferidas de Colón figuraban Geografía de Ptolomeo; las crónicas de Marco Polo; O Regimento do Astrolabio y los conocimientos sobre el atlántico de Enrique el Navegante; Historia Rerum de Eneas Silvio Piccolimini; Imago Mundi del cardenal Pedro Dailly, que en un pasaje -que Colón leía y releía diariamente- escribió: «Dice Aristóteles que el mar es pequeño entre los confines de España y el principio de la India».
En busca de más informaciones, Colón tomó contacto directo con el sabio y comerciante florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, que sostenía que, navegando siempre hacia occidente, se podía llegar tranquilamente a la India y arriesgó a dibujar un mapa, indicando los lugares a donde llegaría aquel que se anime a viajar haciéndole caso. Por supuesto, Toscanelli ignoraba olímpicamente que antes de llegar a la India por occidente había que cruzar primero todo un continente. Quizás, la caída de Constantinopla que le cortó su negocio de venta de -78- especies, hizo que apurara algunas teorías facilistas para entusiasmar a gente predispuesta como Colón y así aliviar la amenaza a su comodidad económica. Igualmente, el futuro Almirante no se cansaba de recoger todas las noticias relativas a los viajes hacia el Sur, a lo largo de la costa occidental de África y, sobre todo, de los portugueses que habían ocupado las islas Azores y procuraron lograr los descubrimientos más remotos. Oyó hablar de trozos de madera labrada que flotaban en el Océano, de enormes cañas y árboles raros arrastrados hasta la playa de Porto Santo o Madeira; como también botes y una vez hasta de «dos cadáveres de anchos rostros, diferentes en sus aspectos a los cristianos». Colón convivía a diario con todas esas historias que hablaban de las Antillas, de la isla de Siete Ciudades, entre tantas otras.
Enmedio de estos comentarios y elucubraciones, un día estando Colón en Madeira escuchó hablar de unos marineros que llegaron moribundos y ganaron la costa en una nave maltrecha como venidos de muy lejos. Acudió Colón a recibirlos y solamente pudo hablar unos minutos con el piloto antes de que éste se muriera. Sin embargo, lo suficiente para saber que habían ido a parar en una isla hacia occidente, después de varias semanas de viaje a la deriva, y que trajeron con ellos un nativo de aquella tierra lejana que le hizo conocer una tormenta interminable. Poco después, averiguando supo que el extraño «hombre desnudo» fue a parar en una cárcel acusado de exhibición impúdica y sospecha de herejía. Colón de inmediato se puso al tanto de lo acontecido y fue a conocerlo a la prisión de Cádiz. Lo encontró en pésimo estado, prácticamente agonizando. Se enteró por los carceleros que se llamaba Nóloc a secas y que no tenía ni apellido. Hablaba una lengua, le dijeron, nunca escuchada. Y que pesaban sobre él serios cargos de inmoralidad y negación de Dios. Colón movió sus resortes ante la jerarquía de la Inquisición y los Reyes. LLegó a hablar con el mismísimo Tomás de Torquemada sobre la situación de Nóloc y logró milagrosamente conmiseración para rescatarlo en unos años. Ciertamente, Colón hizo un pacto con el desconcertado presidiario, que sólo modulaba algunas palabras castizas y muchas monosilábicas y onomatopéyicas de su -79- incomprensible lengua, antes de seguir adelante con los preparativos de su soñado viaje. Muy pronto «el hombre desnudo», como le nombraban los que le habían visto, aprendió a comunicarse y esperar a Colón que cumpla su promesa de sacarle de la cárcel, y devolverle a su tierra enmedio del mar.
A partir de aquí, Colón comienza a peregrinar en busca de un apoyo financiero que le permita hacer realidad su proyecto de doble objetivo. Sin duda, el más importante era la cuestión de llegar al Reino de las Especerías, ubicado en el Oriente, y explorar el Occidente, por donde también habría pimienta y oro; a juzgar por los elementos encontrados en el barco hecho tablas dispersas que había ganado la playa de Madeira. Si bien tardó en llegar ese apoyo financiero, porque nadie creía que un buscavidas podía tener en la mano la llave de un nuevo mundo, Colón no supo de fatigas ni desmoralización. Sin abandonar el estudio de los documentos de cartografía que tenía a mano, seguía peregrinando por las cortes de Francia e Inglaterra a través de su hermano Bartolomé, de Portugal y España en forma personal, procurando los recursos necesarios para calmar su premeditada obsesión. Pasó un tiempo en Lisboa y luego tomó rumbo hacia el puerto de Palos. Fue a parar al convento de La Rábida, donde depositó a su pequeño hijo Diego al cuidado de los frailes, luego se dirigió a Sevilla en busca de ayuda. En ese ínterin conoció a un señor feudal de incalculable fortuna, conde de Medinacelli, autoridad principesca del Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, quien entusiasmado por el fantástico proyecto envió a Colón junto a la reina Isabel a Córdoba, y especialmente para hablar con el tesorero de la corte, Santángel, que sin desalentar el emprendimiento manifestó la imposibilidad financiera de España para tan costoso viaje. Posteriormente, comentaría este hecho el hijo de Colón, Fernando, diciendo que su padre no pudo convencer aquella vez a los Reyes y a sus asesores por no querer abundar en detalles, en cuanto a las pruebas que ya poseía sobre las tierras lejanas ubicadas camino a la India, Catay (China) y Capango (Japón). Escribió también Fernando Colón que el Almirante temió que al dar todos los elementos pudieran -80- otros realizar su trayecto aún imaginario, porque conocía el espíritu victorioso de los españoles que recién habían aplastado del todo a los moros, y comenzaban a expandirse más allá de los límites de su territorio. Bastante apesadumbrado volvió al convento de La Rábida y conoció al fraile Juan Pérez, que había sido confesor de la reina Isabel. Este nuevamente intercedió por Colón ante la reina, escribiéndole y aconsejándole que aceptara el desafío histórico que planteaba su recomendado. Pudo conseguir que la reina volviera a recibirlo y hacer que Santángel pudiese obtener los fondos necesarios que poco tiempo atrás había expresado no tener. Los historiadores más coherentes coinciden en que el dinero salió de las arcas de La Real Casa y la Santa Hermandad, con el consentimiento de los Reyes Católicos y las algebraicas maniobras de Santángel. Colón dijo que «vide poner las banderas reales de Vuestras Altezas en las torres de Alfambra y de vide salir al Rey Moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de Vuestras Altezas» y les prometió que muy pronto izaría los estandartes reales en las tierras que a su paso irían apareciendo en el Océano. Los Reyes aceptaron esta riesgosa aventura con el afán de continuar la reconquista de España, como nueva hazaña de dominio expansivo, de fervor religioso y de ansia lucrativa. Colón, en cambio, logró una capitulación que en caso de éxito le proveería una distinción nobiliaria, el título de almirante, con todas las prerrogativas disfrutadas por un almirante de Castilla, en todas «aquellas islas y tierras firmes que por su mano e industria se descubrieren o ganaren en las dichas mares océanas». Sin embargo, en la capitulación no se menciona a Asia, la India ni el Extremo Oriente, pero Colón tenía consigo -además de una carta abierta dirigida a todos los reyes y príncipes de parte de los Soberanos Católicos- una especial cuyo destinatario era el Gran Khan, «porque siempre creyó -dice el padre Las Casas- que allendo de hallar tierras firmes e islas, por ellas había de topar con los reinos del Gran Khan y las tierras riquísimas del Catay».
Con la autorización en la mano, Cristóbal Colón se dirigió a la villa de Palos y encontró que la Corona ya había ordenado equipar tres -81- carabelas, labor que estuvo a cargo de los hermanos Pinzón, ricos navegantes, sobre todo el primogénito, Martín Alonso, «el mayor hombre y más determinado por la mar que por aquel tiempo había en esta tierra». Colón se embarcó en la carabela capitana, la Santa María, que era también la más lenta, llevando como piloto al famoso navegante Juan de la Cosa. Martín Alonso Pinzón capitaneaba la Pinta, cuyo piloto era su hermano Francisco. El tercero de los hermanos Pinzón, Vicente Yáñez, comandaba la Niña -la más pequeña- piloteada por Pedro Alonso Niño (Peralonso). Zarparon las tres carabelas armadas y equipadas, con alrededor de 120 hombres, en su mayoría presidiarios de por vida, a quienes se prometió libertad a su regreso de la expedición; entre ellos, Nóloc que veía así cumplir medianamente su palabra a Colón a cambio de su prolongado silencio.
Llegó el momento largamente anhelado por Colón, las carabelas tomaron rumbo al Poniente misterioso para muchos y no tanto para él, que estaba seguro de que era cuestión de entregarse al viento incesante del Noroeste y custodiar las frágiles paciencia y confianza de los tripulantes. En los primeros días las aguas les resultaban familiares, porque recién estaban por las cercanías de las islas Canarias, que entonces ya estaban sometidas a la corona de Castilla y por donde habían navegado antes en muchas oportunidades. Pero la verdadera aventura comenzó alrededor del 6 de setiembre, cuando dejaron atrás Gomera -la más occidental de las islas conocidas hasta ese momento-, y emprendieron el viaje que tendría por fin el «ensanchamiento del mundo», según estaba previsto oficialmente por Colón y los Reyes Católicos.
El mar se dejaba surcar mansamente y la brisa parecía no tocar la faz marítima. El virtual Almirante, según confesaría después él mismo en sus crónicas, se pasó «treinta y tres días sin probar el sueño» y restregándose los ojos por si éstos se hayan olvidado que debían cerrarse de vez en cuando para descansar. Pero pasaron los días, semanas y las tierras seguían existiendo solamente en la ilusión de -82- Colón y en la memoria de Nóloc. En más de una oportunidad la brújula varió su orientación dando señales de tierra próxima, luego resultaban el desencanto y la incertidumbre para los no muy serenos tripulantes. El descontento entre ellos llegó a generalizarse y por consecuencia se amotinaron. Temían, con fundados argumentos que les daba tanto tiempo de navegación, no poder regresar nunca a España por causa de un obcecado genovés, que supo convencer a los Reyes para sacarles de la cárcel y prometerles libertad y oro a cambio del viaje. Colón tuvo que desenrollar los datos más precisos sobre la posibilidad de encontrar tierra, y les exhibió un montón de mapas que guardaba secretamente; donde se veía a la claridad que en pocos días más de navegación ya estaban las islas. Barajó con gran elocuencia, como lo hiciera tantas veces ante los distintos reyes, mezclando sus conocimientos cartográficos con dosis de revelación divina. Habló de su amistad con los más respetados navegantes portugueses de la época, mencionando a Joao Vaz Corterreal y sus hijos Miguel y Gaspar Corterreal; legendarios exploradores del «mar océano» y a quienes había conocido durante su estada en Inglaterra e Islandia. En este último país, les confesó, que hace muchos años había formado parte de una expedición que comandaba el propio Joao Vaz Corterreal e hicieron un viaje precisamente hacia las tierras que ellos estaban por tocar. Por supuesto, tampoco dejó de bosquejar su remota idea sobre la esfericidad de la tierra y mostró, en el momento a los tripulantes, que el mar parecía hundirse a lo lejos. Para más prueba de que su proyecto de antemano estaba asegurado, le hizo hablar a Nóloc de su origen, cómo conoció a Colón y cómo había llegado a la Isla Madeira después de un accidentado viaje. Dijo Nóloc, entre otras cosas, que «no hay agua sin orillas ni tierra sin límites». Luego fue devuelto entre los servidores de la escuadra y comentó con los compañeros la incredulidad de los «peludos», como llamaba él a los europeos; tal vez porque él y su gente eran casi totalmente imberbes y lampiños, que contrastaban con las hirsutas barbas de los pretendidos conquistadores y acompañantes. Nóloc, sin proponerse, presentía que esa gente traía entre manos todo ese mundo de muertes y crueldades -83- que él vivió en sus últimos años. No veía la hora de llegar a su tierra y contar a los suyos todo lo visto y sufrido entre «los peludos».
Después de quince días de navegación, a 400 leguas de las Canarias, Colón y Pinzón coincidieron en que -según la carta de navegar del próximamente Almirante-, la cual circuló de barco a barco para ser estudiada, las islas estarían ya cerca. Luego seguirían viajando otros quince días más para alcanzar tierra, pero antes -el 7 de octubre- tuvieron que torcer el rumbo al suroeste porque algunas aves volaban en esa dirección supuestamente hacia alguna costa. El día 10 de octubre, los tripulantes se negaron rotundamente a seguir adelante, Colón una vez más triunfó sobre la necedad de sus galeotes, prometiendo grandes recompensas para todos ellos. Al día siguiente, resultaban ya evidentes las señales de tierra, pero tampoco lograban aliviar la desconfianza de los tripulantes que estaban también presos de miedo. Dentro de este clima de disconformidad, Colón estipuló a toda la tripulación un importante premio y recibiría el mismo aquél que viera primero la tierra. A pesar de todo, las naves que se comunicaban constante y fluidamente no tenían por paisaje otra cosa que no fuera un ancho mar sin horizonte. Hacía pocas horas que había comenzado aquel 12 de octubre de 1492 y algunos hombres embarcados seguían ironizando sobre la capacidad mental de Colón, y presagiaban un trágico fin para éste. Otros, durmiendo de hambre, cansancio y enfermedad. Varios, con las miradas escrutando cualquier manchón real o imaginario que pudieran aparecer de repente frente a ellos.
La noche se iba destiñiendo y el crepúsculo parecía erguirse de su hundimiento lejano. Colón recorría por toda la nave y atento a cualquier signo que pueda recibir de las otras embarcaciones. Nóloc ya estaba contento al reconocer el aire y viento de su tierra; él que ya había creído que no saldría con vida de la cárcel de Cádiz, donde fue depositado luego de llegar náufrago y acusado de desnudez y falta de fe. Pero estaba sano y salvo, a pocas millas de su añorada Hamaika. Gracias, en parte, a la gestión directa de Colón ante los Reyes y las autoridades inquisitoriales, pudo salir del presidio que estaba lleno de judíos, moros e innumerables -84- españoles acusados de herejes. Pero esta desgracia le llevó a conocer un mundo cargado de enredadas historias, un mundo de miserias y joyas; absolutamente incomprensible para él. No veía ya el momento de comenzar a narrar a los jóvenes las costumbres de esos hombres raros y fieros que se iban acercando lentamente quién sabe con qué ambición. Estaba seguro de que eran muy distintos de los otros que desde hace siglos venían visitando a los hamaikinos, o a menudo pasaban simplemente tocando a la ligera las costas de sus islas. Nóloc recordaba con especial cariño a sus ex compañeros de celda, cada uno con su lengua y silencio, pero unidos todos por la misma cadena de dolor e impotencia.
Después de treinta y siete días de viaje en mar abierto, contando desde las Canarias, el marinero Rodrigo de Triana largó su desesperante grito de ¡tierra!... ¡tierra!... ¡tierra!, rompiendo el silencio del alba, cuando avistó una isla por primera vez a poquísimas millas adelante. Pero de nada le sirvió a Triana haber roto la garganta, porque el premio estipulado se quedó en mano del mismo Colón, aduciendo que él había visto ya la tierra antes de salir de España y abundó en detalles para comprobar su condición de visionario. Fernando Colón explica este hecho así: «la Pinta fizo señal de tierra, al cual vio primero Rodrigo de Triana, marinero, y estaba a dos leguas de distancia de ella; pero no se concedió la merced de treinta escudos, sino al Almirante, que vio primero la luz en las tinieblas de la noche, denotando la luz espiritual que se introducía por él en las tinieblas».
Los expedicionarios bajaron a tierra en la isla Guanahaní, luego Colón la bautizó como San Salvador y es una de la serie de las Bahamas. Colón pisó acompañado por los dos capitanes y un notario, blandiendo el estandarte real como había prometido a los Reyes; mientras los desnudos isleños se agolpaban a su alrededor e hizo testigos a sus compañeros de que tomaba posesión de esa tierra en nombre de Fernando e Isabel. Luego describiría Colón a esta isla como de «árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras... Es el arbolado en maravilla, aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como el abril de Andalucía; y el cantar de los pajaritos que -85- parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos y tan diversas de las nuestras, que es maravilla... Porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio, que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor... En fin, todo tomaban, y daban de aquello que tenían, de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andaban desnudos como su madre los parió, también las mujeres... Cuando llegué aquí me enviaron dos muchachas muy ataviadas: la más vieja no sería de once años y la otra de siete; ambas con tanta desenvoltura que no la tendrían más unas putas... Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban, con ignorancia. No tienen algún fierro; sus azagayadas son unas varas sin fierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas... Yo estaba atento y trataba de saber si había oro, y vi que algunos de ellos traían un pedazo colgado en un agujero que tienen en la nariz. Por señas pude entender que, yendo hacia el Sur, había allí un Rey que lo tenía en abundancia... No se me cansan los ojos ver tan bellas verduras... y aún creo que hay en estas tierras muchas hierbas y muchos árboles que valen en España para tinturas y medicinas de especerías... Yo, placiendo a nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis (nativos) a Vuestra Alteza para que deprendan a fablar», como hicieran antes con Nóloc otro capitán expedicionario que para algunos no fue sino el propio Colón en un viaje anterior, previo al montaje de la realeza española para el «oficial descubrimiento». Pero previamente, antes de dar a conocer al único mundo existente para ellos, tuvieron que cerciorarse de lo que había en el supuesto «nuevo mundo» y luego invertir en la propaganda del hallazgo. «El oro es excelentísimo -escribió Colón sobre lo que halló-; de oro se hace tesoro, y con él, quién lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso».
Con el tiempo, Nóloc comprendería que con aquel feroz grito de Triana: no se descubría una nueva tierra, sino se encubriría o tragaba -86- para siempre su vieja tierra. Luego, imaginaría al marinero de la Pinta como a un dragón que al gritar tragaba su tierra con todo lo que había adentro. Y comenzó a ver en su propio mundo brotar los males que había padecido y visto durante su permanencia al otro lado del mar. No le dieron tiempo a explicar a los suyos lo que significaba el robo y el saqueo, como había aprendido de los compañeros judíos y moros que quedaron con las dos manos para taparse «su natura». El concepto de mentira y la palabra pronunciada para no cumplir después. No tuvo que explicar cómo unos podrían disponer de la vida de otros, ya que pronto los tripulantes comenzaron a saciarse instintivamente con las mujeres, niñas y ancianas. No encontraba palabras para explicar cómo «los peludos» podían matar sin declarar a alguien su odio o enemistad. Que la cruz que traía era el símbolo de su Dios, a quien ellos mismos lo habían matado en esos maderos entrecruzados y siguen matando sin cansancio en su nombre en el mundo que él conoció. A Nóloc le había llamado mucho la atención de que sólo unos pocos comían bien y tenían lindas casas, mientras los demás deambulaban por las calles y hambrientos; decían que por la falta de fe y maldecidos por Dios a través de los inquisidores. Pensó que también en poco tiempo empezaría a faltar comidas en Hamaika y que, los delincuentes que aspiran ahora que llegaron a ser conquistadores, no dudarían en arrasar sus hogares con el fuego furioso que recomendaba Torquemada para purificar las casas de los acusados de herejía. Nóloc que había escapado milagrosamente de la hoguera del mencionado Tomás de Torquemada, Inquisidor de la Corona de Castilla, debido a que su persona poseía importancia para la empresa de Colón y lo rescataron de la tortura que procuraba extirparle la estigmática herejía: un crimen de lesa majestad divina. Le explicaron aquella vez, antes de ser sometido al martirio, que por una bula llamada «Aaextirpanda» le debían torturar para desalojar de su alma el mal que hizo que él desconociera la existencia del único Dios, hechos que le hacía cometer un «crimen majestatis» y convertirse en «infame». Ah, que también le correspondía una sola tortura, pero que podía consistir en varias sesiones. Es decir, todas las que vienen después de la primera vez -87- no son otras torturas, sino «la continuación» de la primera. Si bien Nóloc había salido íntegro físicamente, no podía olvidar a los ex compañeros que terminaron en la hoguera o fueron marcados con la cruz amarilla cosida a la ropa, para vivir despreciado el resto de su vida.
Desconsolado, Nóloc veía destruirse en manos de «los peludos» todo su mundo, como desvastado por un huracán sin viento pero con espadas filosas y cruces mortales. El mundo que él descubrió le acompañó a su regreso y como una peste se abatió sobre su tierra. No imaginó jamás que el hambre y el dolor podrían cruzar tan inmenso mar. Si algo había en Hamaika era abundancia y signos de vitalidad por doquier. Por Nóloc habló el padre Bartolomé de Las Casas escribiendo que «será bien preguntarles que en tantos mil años que estas Indias están pobladas, si los enviaron de comer los españoles desde allá. Si cuando acá llegamos los hallamos flacos y trasijados y les dimos industria para que comiesen, porque vivían no comiendo y les trajimos de Castilla los manjares y los hartamos, o ellos a nosotros nos mataron nuestra hambre y libraron millares de veces la muerte...». Nóloc, al ver todo lo que pasaba a su tierra, recordó también las palabras de un moro que compartió con él la celda, que los españoles llamaban a su barbarie algo así como «guerra justa». Y esa doctrina significaba para ellos ser considerados infieles o infames, y eran sometidos quedando sin derechos algunos; además de ser despojados de sus bienes, sus tierras, sus dioses, sus culturas, y su vida. Asimismo, el padre Las Casas habló a los suyos por Nóloc también escribiendo: «guerra que se hace contra el derecho natural, contra el derecho divino y contra el derecho humano; sin más razón que la de sujetarlo al imperio de los cristianos, como obra propia de ladrones, salteadores y tiranos...».
1988

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