jueves, 19 de septiembre de 2019

El desatino de Borges

El desatino*

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Una madrugada en Buenos Aires cubierta de espesa neblina, venía de mirar el río y sus vigías encendidas que señalizan la costa atlántica.
   Al dejar los bajos de Retiro, crucé la Torre de los Ingleses y fui ascendiendo hacia la Plaza San Martín.
    En pleno Barrio Norte, al cruzar la calle Maipú, me topé con Borges que iba a los tumbos, golpeando ruidosamente las paredes con su bastón, con quien hablamos brevemente en guaraní y me recordó una vez más su descendencia de la india Águeda, una de las sesenta criadas reconocidas en testamento por Domingo Martínez de Irala.

Le ayudo a cruzar la calle –me ofrecí cortésmente.

        Borges molesto estiró su brazo y rechazó mi gesto.
       
        — No, gracias. Busco la casa de Asterión –dijo sin embargo como pidiendo auxilio.
        — Disculpe, soy nuevo en el laberinto –contesté la verdad. 
— Y yo no sé si era en Buenos Aires, Ginebra o en alguna ciudad de mis sueños –agregó resignado y siguió su marcha con el tamborileo de su báculo.

  Yo tampoco podía perder más tiempo. Apuré los pasos. Al llegar a Pompeya, casi al amanecer, frente al restaurant La Blanqueada, en cuya vereda comienza la inmensidad de La Pampa, según el autor de Historia universal de la infamia, desperté y me encontré que seguía tan grave de salud como internado en el hospital Posadas de Haedo.

*Cuento extraído del libro El maleficio y otras maldades del mundo, de G.R.S.

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