viernes, 30 de marzo de 2012

¡Una palabra bastará para la horca!

La horca*


Hispania, la tierra legendaria que honrara Anibal, el general de origen cartaginés, frente a los romanos que cayeron derrotados bajo su estratagema en muchas batallas. Pero Hispania no tardó en dejar ser régimen tribal y convertirse en una provincia imperial. Para dar luego al imperio romano tres emperadores: Trajano, Adriano y Teodosio. En el campo del pensamiento y de las letras dio a Pomponio, el geógrafo; Columela, el tratadista; los poetas Marcial y Lucano; Séneca, el retórico; Séneca el filósofo y dramaturgo; y Quintiliano, el mayor orador que conociera Roma.

Ocurrió en aquel tiempo que, desde la península ibérica, fue llevada ante los tribunales romanos a Bonia, una joven gitana acusada de ofender a los dioses, al emperador, violentar la moral y las buenas costumbres. Era de tal belleza la muchacha que despertó gran admiración en todos cuantos la hayan visto. Entre ellos, Quintiliano, de simple admirador, al escuchar la escandalosa sentencia que le mandaba a la horca, pasó a ser un furibundo defensor de la joven. Las acusaciones se basaron en testigos que afirmaron que la gitana poseía un don para encantar a los hombres, hacerlos olvidar de su esposa e hijos, desertar a los soldados del frente de batalla y contar con un cuerpo endiablado que producía una epidemia de deseo sexual en la ciudad.

Quintiliano, ante el sumarísimo juicio y sentencia en primera instancia, apeló a favor de Bonia. Echó mano a su manejo de la retórica que tanta fama le diera en todo el imperio, subestimó las acusaciones y enfatizó la belleza de la joven. Presentó al tribunal su argumento jurídico, filosófico y estético, donde fundamenta que la sentencia dictada conlleva un crimen de lesa humanidad.

Si bien las acusaciones, decía el orador, pueden ser tomadas en cuenta, el castigo es inaceptable porque atenta contra una obra de la naturaleza, una escultura de arte, una belleza artística, la anatomía perfecta de la joven condenada. Para subrayar su razonamiento y fundar en pruebas fehacientes sus consideraciones, la mandó desnudar a la gitana ante el tribunal que, después de un cuarto intermedio, pudo rever la sentencia y perdonó la vida a Bonia.

La actuación de Quintiliano fue muy celebrada en la ciudad y comentada en todos los rincones del Imperio romano. Pero uno de los fiscales que acusó a la gitana y logró la sentencia para mandarla a la horca, herido en su honor, lo increpó al orador victorioso de la causa.

- ¿Acaso el arte de la oratoria es superior a la verdad? –preguntó muy ofendido el fiscal a Quintiliano.

- La verdad es hija de las buenas razones –respondió el orador sin darle mayor importancia a su opositor del caso.

- Entonces, el delito desaparece con un montón de bellas palabras – redondeó el jurista imperial mostrando su abierta disconformidad al despedirse.

Quintiliano se despachó con una advertencia desafiante y acalló al porfiado fiscal:
- Pronuncia tan sólo una palabra y hallaré motivo para mandarte a la horca.


*Relato extraído del libro "El maleficio y otras maldades del mundo" de Gilberto Ramírez Santacruz.

jueves, 29 de marzo de 2012

¡Laconia y el buen entendedor!

Laconia*

En Grecia, mientras Sócrates enseñaba la mayeútica a través del diálogo en las ágoras atenienses o el filósofo Diógenes el Cínico abandonaba su tonel para increpar a la gente sin piedad su hipocresía por las calles, en la aldea marítima de Laconia, cuyos habitantes se caracterizaban por hablar poco y nada, acaeció un mentado episodio.

Una mañana, dos pescadores lacónicos al recoger la red con su barcaza, entre otros especimenes del mar jónico, apareció una hermosa e indescriptible sirena rubia.

Uno de los pescadores la levantó en sus brazos y el otro observaba la escena con fruición. La inspeccionó, con los ojos fuera de órbita, de arriba a abajo, recorriendo la mirada por el rostro y la cabellera, la boca susurrante y los ojos azulados, el anverso y el reverso, pasó la mano por las escamas amarillentas y constató su extremo que culminaba en una cola de pescado.

Sin comentarios, la devolvió al mar y quedó pensativo con la mirada en lontananza.

El compañero ofuscado, en protesta por no haber podido tocarla siquiera, inquirió:

— ¿Por qué?

Contestó al instante el otro, seguro de haber obrado correctamente.

— ¿Y por dónde?


*Cuento perteneciente al libro "El maleficio y otras maldades del mundo" de Gilberto Ramírez Santacruz.