sábado, 30 de diciembre de 2017

¡El fútbol según Palanca...!

El fútbol según Palanca*

“Después de la misa se reparten las faenas
de toda la semana, y se van a comer 
y a jugar a la pelota, que es casi su único juego. 
Pero no la juegan como los españoles (y europeos): 
no la tiran y revuelven con la mano. Al sacar, 
tiran la pelota un poco en alto, y la arrojan 
con el empeine del pie del mismo modo que nosotros
con la mano. Y al volverla, los contrarios lo hacen 
también con el pie; lo demás es falta. Su pelota es de 
cierta goma, que salta mucho más que nuestras
 pelotas. Júntanse muchos a este juego y ponen 
sus apuestas de una y otra parte…”
P. José Cardiel 
Breve relación de las Misiones del Paraguay (1771).
    
“En la cancha se ven los pingos y a los burros, los domingos”, dijo Palanca como sentenciando sobre la marcha, en clara respuesta al arquero cuando le escuchó subestimar al equipo adversario del próximo partido. Luego, como si nada hubiera dicho, se unió al ruedo de tereré que formaban los jugadores del Club 1º de Mayo en la sombra del frondoso naranjal, mientras aguardaban a que amaine el implacable sol de enero para comenzar la práctica y ensayar una vez más “las jugadas preparadas” de las que tanto se jactaban los pupilos y compañeros de Ildefonso Irala, más conocido como Palanca.
    Pero al parecer la piedra no cayó en un estanque vacío, porque uno de los jugadores, Papito Gavilán, recogió de inmediato y la devolvió al maestro tirador, como haciendo contrapunto al técnico que ironizó el optimismo ingenuo de su equipo y, como era ya costumbre entre ellos, dejando abierto el juego de recuerdos y comentarios que tanto gustaba al memorioso Palanca, aunque él se empeñaba en simular que no le interesaba hablar de su propia historia, al barajar del pasado un inolvidable cotejo, que por partida doble lo tuvo como protagonista principal, y quedó tirado el cascote en la ronda para quien quiera continuar con su trayecto.
   — ¡Se cumplen 20 años de aquél clásico con el Club Sport de San Juan, tal vez repitamos con nuestro equipo la hazaña de aquella temporada que se volvió memorable!
   Aunque haya perdido aquel partido inolvidable, Palanca salió como héroe para la afición, inexplicablemente, pero con una herida que nunca le cicatrizó, según el propio Back o “punta karaja”, otros de los tantos nombres como le conocían popularmente en Tatakua. Sin duda, era un jugador notable y muy digno de admiración al verlo jugar, solo como capitán del Club 1º de Mayo entonces y no jugador y técnico al mismo tiempo después, pero en aquella final, imborrable para la memoria, el Interligas de 1970, en la Cancha Central de la Liga Gobernador Rivera, frente al Club Sport, se lució con su figura grotesca que resultaba de tener las piernas tan arqueadas, las cuales conformaban una argolla ovalada con las medialunas de su entrepierna. Y, para imaginarlo mejor, de tan chueco que era tenía los pies torcidos y como enfrentados de punta, parecía un milagro que Palanca pudiera patear tan bien de punta y de taquito, como sólo él sabía hacerlo, dirigiendo la pelota a su destino como si la hubiese lanzado con la misma mano y colocarla en cualquiera de los ángulos que elegía. Podía integrar, tranquilamente, la selección élite de rengos, chuecos, pies planos y bolos como Erico, Garrincha, Rivelino, Sócrates, Cococho Álvarez, entre otros, que demostraron en su trayectoria de estrellas que la aptitud física requerida para el fútbol profesional es para jugadores normales, no para genios que pusieron la pelota como un globo terráqueo en las manos y en los pies de un niño con magia.
    Palanca, por dicha condición tan especial de las piernas, no podía usar botines y fue todo un dilema conseguir algo para sus pies a la hora de calzarlo y de ponerles una funda al menos. Aunque en los torneos locales no había problemas, porque se podía jugar tranquilamente descalzo y a nadie llamaba la atención, ya que otros jugadores hacían lo mismo por no poder comprarse las zapatillas o por deformes también de los pies o de “pychâi”. Pero cuando llegó el riguroso Interligas no era posible ya jugar descalzos, era estrictamente obligatorio el uso de botines con taquillas e indumentaria acorde a la reglamentación impuesta por la Asociación Paraguaya de Fútbol.
    La solución posible vino de parte del único zapatero del pueblo, don Juan de la Cruz, un fanático del equipo, y, en particular, de Palanca que corría peligro de no jugar por dicha falencia. Entonces, le fabricó un simulacro de botines, totalmente flexibles, con cuero y suela de nonato, tapones de goma y puntines dibujados, de modo que pudiera superar cualquier inspección del árbitro. En verdad, Palanca jamás había usado un calzado ni alpargatas siquiera, le decían “pies bolos” de tan redondeados que los tenía, pero eso nunca impidió que fuera el mejor jugador del pueblo de Tatakua y aledaños.
   Entre tantas anécdotas que giran alrededor de Palanca, decían que el día del recordado partido, después que superó la revisión del referí y se retiró a su puesto a esperar el inicio del juego, en la cancha comentó con ironía el mismo zapatero don Juan:
    — Por las piernas, lamentablemente, no se pudo hacer nada, salvo que se cambie el reglamento y permitan a los jugadores usar pantalones largos, sólo así podríamos inventar algo para tapar el arco de su naturaleza.
    Palanca seguía moviéndose y precalentando segundos antes de que comenzara el partido, lejos del árbitro y de los jueces de línea, tratando tal vez de no detener los pies para que nadie viera y así percatarse de sus simulados botines.
   Cuentan hasta hoy los que le conocieron que la sufrida derrota de 2 a 1 contra el Sport nunca fue tema favorito para Palanca, a la hora de revolver su pasado de futbolista, aunque siempre los tuviera bien guardados como jirones de una prenda querida y en el doble fondo de su baúl de los recuerdos. A menudo, se sentía culpable de aquella derrota y le angustiaba no poder remediarlo, porque participó de los tres goles del partido, curiosamente, aunque dos fuesen en contra. El primero de los goles fue a favor y olímpico, lo convirtió de una forma inexplicable. Tiró desde el córner, envió un centro pasado, el arquero no pudo alcanzar y el arco de repente, desde el segundo palo, chupó la pelota que seguía la línea del área chica y hasta que la devoró contra la red. La gente hasta hoy recuerda aquel chanfle inimitable del Back que puso en ventaja al 1º de Mayo durante el primer tiempo. Los otros dos goles Palanca los prefería no traer a cuento porque los consideraba “perlas de la mala suerte” y “venganzas del destino”.
   En esos años en que brilló la estrella de Palanca, descollaban en el mundo la orquesta de genios que dirigía Pelé en el Santos, Pontoni, Scotta y Bianchi en el fútbol argentino, y en Paraguay, reinaban los Nino Arrúa, Carlos Lobo Diarte y los Jara Saguier. En Tatakua, en cambio, la varita mágica la portaba el incomparable jugador de la vida y filósofo del fútbol, el gran Ildefonso Irala, renombrado como Palanca por los aficionados, discípulos y fabuladores de su historia. Con su filosofía de vida y de fútbol Palanca hizo una escuela y discípulos que siguieron su ejemplo, entre ellos, su propio hijo Troadio Ayala, rebautizado como Palanguillo en honor a su padre, que logró en gran medida aprender el arte de jugar al fútbol, pero no el arte de contar el fútbol en que mejor se lucía su progenitor. Sin embargo, quiso el destino que el mismo Palanca pisara el césped del Estadio Sajonia de Asunción, en un octogonal de Interligas, que también le dejó malos recuerdos y peores cosechas. Para la curiosidad, jugaron cuatro partidos y ganaron todos durante el primer tiempo, algunos hasta por tres goles de diferencia, hasta que se encendían las luces de neón y no encontraban más la pelota, se volvían miopes cuando no ciegos, porque no conocían la luz eléctrica en Tatakua. Como excusa, Palanca había comentado al respecto, como de paso, que fue una conspiración para eliminarlos, porque los demás habían jugado a la luz del día y ellos que, en desventaja deportiva, a lo sumo habían aprendido a jugar en plenilunio o con iluminación de las luciérnagas, pero nunca con el neón artificial.
    El nombre o apodo de Palanca nadie sabía a ciencia cierta y con precisión el origen, algunos sostenían que era por la fuerza con que impulsaba el balón o el arte con que alzaba el ánimo de su equipo, tal vez en una analogía involuntaria con el sabio Arquímedes que había pedido una palanca y un punto de apoyo para mover el mundo. Era experto en arengas y estimulación anímica de sus jugadores, traía a menudo la anécdota de Obdulio Varela, capitán de la Selección de Uruguay durante el Maracanazo, que, para sofocar la presión de los 200 mil brasileños que bramaban como una tormenta en la tribuna, acuñó la famosa frase “los de afuera son de palo y el partido se gana en la cancha sólo contra los 11 rivales…”  Y en más de una oportunidad, un optimista del gol, con un saque de arco había convertido goles ante el descuido del arquero contrario, con la ayuda de una cancha despareja o algún viento cómplice que respondía al conjuro de aquel maravilloso personaje que era Palanca. Era célebre su saque de arco con punta karaja que extraía de la torcedura de sus pies, tan célebre que se convirtió en uno de sus apodos también, en que la pelota salía rasgada por la uña del dedo grande, se iba zumbando por el aire como una bola sonora o pelota de fuego.
   Para la explicación de su marcante o apodo abundaban las teorías, algunos hasta decían que, para el desconcierto de muchos, su nombre se debía a los defectos de sus piernas y las virtudes de su corazón de niño que nada le resultaba imposible en su imaginación, y menos en la realidad de su definición como un pequeño dios de la pelota. Palanca era una especie de creador o recreador de un fútbol muy personal, cuya historia siempre fue sospechosa y sospechada de haberla inventado él mismo. Negaba rotundamente que fuesen los ingleses sus autores, aunque sí aceptaba su profesionalización y de ahí también justificaba que su reglamentación fuera “todo en inglés”.
    Palanca historiaba a su manera el fútbol a los jugadores y compañeros, dejando escuchar a los chicos que miraban, boquiabiertos, de curiosos y parecían soñar con la magia que transmitía el Back más renombrado de la región.
   —El origen del juego de la pelota se pierde en el tiempo de la humanidad, hay antecedentes casi en todas las culturas, inclusive en las indígenas precolombinas. Especialmente, entre los guaraníes, el juego de la pelota con los pies fue el entretenimiento preferido desde tiempos remotos. El “mangaysy popo” o “mangaysy ñemboharái”, el arte de jugar con la pelota hecha de la resina del árbol de  “mangay”, fue registrado ampliamente esta afición por los jesuitas como queja y prueba de la holgazanería de los indios, pero una vez expulsada la Compañía de Jesús en 1767 de los dominios de América, los padres fueron admitidos en Inglaterra y llevaron para su servicio muchos guaraníes que seguirían practicando en Londres su juego favorito, el “mangaysy popo”, luego pronto se difundiría en los potreros londinenses. Pero en lo que no se duda es que el fútbol fue creado por niños y el sello del juego es la alegría. Quien juega sin alegría no juega, mata el alma de la pelota. Para la solemnidad debe dedicarse a otras cosas más serias que no requieren de alegría ni devoción.
   Recuerdan en el pueblo que, además de la práctica habitual de la gimnasia y juegos con pelota, Palanca enseñaba a reír y sonreír a sus jugadores, como un ejercicio más dentro de la cancha. Perseguía a los que presentaban un aspecto recio y tomaban el fútbol como algo parecido a una obligación. Se obsesionaba con el tema de la alegría en el juego y su prédica volaba a los cuatro vientos, incansable repetía “jueguen felices y contagien de felicidad a los que les miran jugar”.
   Palanca exigía al jugador que terminaba de dominar un juego que aprendiera de inmediato algo distinto, reprendía hasta al que convertía goles sin variar la jugada. A menudo, decía que hacer goles de la misma manera todos los días era igual a fabricar galletas siempre con la misma fórmula. Y como si todo fuera poco, exigía también mucha velocidad pero no a los jugadores sino en el pase del balón. Estaba convencido de que la velocidad debía llevar la pelota y el jugador sólo tenía que pasarla de primera. Pero para entrenar ese aspecto trazaba con cal viva su famosa rayuela en la cancha, donde cada jugador ocupaba un recuadro con el número de su camiseta o puesto, y no debía nunca salir de su límite a la espera del balón para pasar a otro compañero hasta el alcance de los delanteros, que sí podían moverse, libremente todo lo necesario, hacia el arco contrario.
   Palanca para cada táctica de juego no ahorraba reflexiones ni retaceaba la imaginación:
   — Cada jugador que recibe el esférico no debe preocuparse en buscar a su compañero, éste debe aguardar en su puesto exacto y enlazar el juego con la pelota hasta anidarla en la red adversaria. Con ojos cerrados un jugador debe pasar el balón y llegará a buen destino si el compañero respeta su lugar encomendado. Porque al principio los ingleses jugaban el fútbol y el rugby como un solo juego, con los pies y con las manos, luego con el tiempo fueron diferenciándose, pero quedaron algunos resabios en uno y en otro. En el fútbol, por ejemplo, el jugador que quiere llegar al arco con la pelota, después de cruzar toda la cancha, es típico del rugby, pero la velocidad se debe imprimir a la pelota con el pase rápido y preciso dentro de un plan de juegos aprendido de memoria en los entrenamientos.
   Por momentos, decían los compañeros del club 1º de Mayo, en Palanca parecía mezclarse el papel de técnico y jugador en la cancha, indicando jugadas y posiciones a los dirigidos al mismo tiempo que él se ubicaba como compañero y defensor infranqueable al ataque adversario, pero no antes de echar algunas ideas que reflejaban su filosofía de juego.
  — El gol es una belleza, pero el placer está en la jugada. Los pases previos del gol son como las caricias para el clímax del amor.
    La sola presencia de Palanca en la cancha era suficiente para atraer a la gente masivamente como con un imán, para ver el partido y su protagonista indiscutible, ya convirtiendo un gol olímpico, de taquito o de chanfle de algún tiro libre, pateando con el talón del lado de afuera del pie torcido. Era un espectáculo aparte verlo, por más entretenido que resultaba el partido. Parecía que jugaba, en primer lugar, para divertir a todos los espectadores y luego, si cabía dentro de la alegría, para la camiseta que lucía con el eterno número 2. Palanca era lo que se dice un jugador completo, funcionaba muy bien en todos los puestos, pero las demás posiciones en la cancha él las había aprendido sólo para reforzar el aprendizaje de su puesto. Hasta en el arco cumplía un buen papel y tenía algunas piruetas propias que los demás arqueros fueron copiando, como desviar un penal con la cabeza o colgarse del travesaño y rechazar con los pies.
   Al respecto, Palanca tenía su propia teoría y trataba de imponer a pesar de la resistencia de un delantero, por ejemplo, de ir al arco como práctica inherente a su puesto de goleador.
  — Un buen centroforward debe conocer al dedillo las astucias de un buen arquero, para eso es recomendable aprender a ser arquero también, para ver el revés de un ataque de gol o mirar la trama del tejido en su reverso. Como también un buen arquero necesariamente debía ser un buen tirador de penales y delantero oportunista para abortar los desbordes ofensivos.
    Aunque los jugadores trataban de seguir la imparable imaginación de Palanca, se resignaban a escuchar y tratar de asimilar lo máximo de la lección, pero decididamente no se ilusionaban con lograr las piruetas inimitables y jugadas mágicas del maestro que parecía por momentos irreales o imaginarias.
Para romper esa incredulidad de sus jugadores, Palanca traía siempre a mención las palabras del legendario jugador argentino Alfredo Di Stéfano sobre el paraguayo saltarín Arsenio Erico:
   —Saltaba tan alto en busca de la pelota que temíamos que se quedara en el cielo y nos dejase solos en la tierra sin la alegría de su juego.
  También Palanca hablaba de Erico como si fuera un dios del fútbol, un apóstol de la pelota que dejó un evangelio de vida para las generaciones y lo nombraba al mismo tiempo como si fuera un viejo conocido del Club Independiente. Todos sabían que todo cuanto refería Palanca sobre el crack de los Rojos de Avellaneda había obtenido las anécdotas de oídas nomás, pero contaba cada una con tantos detalles que, cualquiera hubiera pensado al escucharle, que fue testigo ocular en cada hazaña deportiva del “Ángel que jugó para los diablos”. Resaltaba las lecciones que dejó el gran Erico, en particular, su caballerosidad deportiva al pedir perdón al equipo adversario después de convertir cada gol. Decía que el verdadero futbolista juega para todos, su arte debe conllevar alegría tanto para la tribuna propia y ajena, ejemplificaba con lo que pasó a los gladiadores del Maracanazo. 
   —Alcides Ghiggia, el glorioso autor del gol uruguayo en el Maracanazo de 1950, que crucificó al arquero Moacir Barbosa contra los maderos de su arco, luego del partido sintió pena al ver a los brasileños sufriendo, a todo un país agonizando de tristeza por la derrota, entonces él comprendió que con tan monumental triunfo también algo fracasó, el auténtico fútbol debe dar alegría a todos, una verdadera victoria lleva en su esencia un consuelo a los que pierden, una admiración que justifica el resultado como “el destino irremediable”, según el poeta Emiliano R. Fernández.
     Aunque en la vida real Palanca se repartía en la cancha, equitativamente, entre su papel de técnico y jugador, para configurar su personaje de director se quitaba del bolsillo un quepis, se calzaba en la cabeza, y arengaba a sus dirigidos. Luego volvía a guardar su gorra y se ubicaba en el equipo como un jugador más. Así iba impartiendo su lección de fútbol mezclada en todo momento con una filosofía de vida que sólo él conocía o existía en su imaginario de  gran fabulador, un digno representante de la mejor cultura oral del pueblo paraguayo, y mejor futbolista que conoció en su historia Tatakua.
    Palanca era amado y admirado por todos pero totalmente incomprendido, porque no valoraba el resultado de los partidos y restaba importancia a las derrotas, que muchos sospechaban que era una excusa pícara para exculparse de cualquier fracaso. Palanca más bien rescataba las jugadas inolvidables de los jugadores, describiendo con exquisitos detalles, como si fueran joyas del aire, un buen salto o la estirada brillante de su arquero. Le favorecía un poco la costumbre de no mostrar mucho entusiasmo a la hora de ganar, más destacaba el buen juego sobre el triunfo, decía que ganar un partido era decisión de lo fortuito pero jugar bien, talante propio de los atletas más competidores de los Olimpos.
   Después de algún partido mal jugado o con resultado adverso, sentenciaba algo siempre. Ante la disconformidad de la hinchada y para el desconcierto de sus oyentes, como dijo en una oportunidad:
   —Los goles son como los caramelos para los chicos, sólo sirven para los malcriados y los que no entienden de fútbol, son también entretenimiento fácil para los que buscan un triunfalismo con poco esfuerzo y un regalo dadivoso del azar.
   Palanca apoyaba su tesitura de acuerdo a la historia de fútbol que él contaba. Nunca dio fechas ni épocas para el fundamento de sus aseveraciones sobre las cuestiones históricas del fútbol y las modalidades que fue adquiriendo a través del tiempo. Pero defendía con pasión cada una de sus teorías y estaba dispuesto a llevar su defensa todo el tiempo necesario para rebatir y convencer a su interlocutor de turno. Se explayaba muy suelto de cuerpo sobre la extraña teoría sobre su deporte favorito y no perdía ocasión para machacar sobre la pérdida del buen gusto en los juegos, y el olvido permanente de que el fútbol tiene vocación de arte.
  —Al principio, no existían los arcos, éstos fueron inventos de los mercaderes del fútbol, para engatusar a los desprevenidos espectadores. Quieren hacer creer que los goles son la coronación de un partido, al contrario de lo que son realmente, efectismos de dudosa cualidad moral. De ahí que los jugadores hoy en día los podrían hacer de cualquier manera, con la mano y todo, con tal de que no lo advierta el referí; porque el fin justifica plenamente los medios: lo que importa es el resultado, no el fútbol en sí, sino el negocio.
    Palanca abundaba en detalles para reforzar su argumento, ya recurriendo a ejemplos, ya tomando imágenes poéticas o comparando el partido con hazañas heroicas, casi siempre rematando a algún aspecto de la inevitable justa entre el Club Sport y 1º de Mayo.
  —El fútbol debe sostenerse en la cancha con las jugadas, sin perder interés ni belleza, no debería depender de los goles para levantar el pesado trasero de la tribuna. Una jugada debe ser capaz de conmover hasta las lágrimas de emoción o provocar el grito victorioso de una batalla digna de ser contada por poetas como Homero o Emiliano.
    Palanca veía a sus jugadores como verdaderos gladiadores, les exigía cualidades casi sobrenaturales, les pedía exhibir un espíritu épico a toda prueba, una auténtica garra de héroe y un henchido pecho de lanzallamas. Aprovechaba las fiestas de San Juan para organizar un partido con pelota tata —pelota de fuego—, donde cada jugador debía demostrar sus destrezas con el balón en llamas como si tuviese el mejor esférico número 5 a sus pies. El que llevaba la peor parte era el arquero, que debía rechazar o embolsar como si fuera simplemente el balón de cuero.
    El pueblo disfrutaba como nunca del partido con pelota tata que realizaba Palanca en honor a San Juan, entre otros tantos juegos tradicionales, como el palo engrasado o enjabonado (yvyra sÿi), caminata sobre brasas (tatapÿi ári jehasa), quema de Judas (Judas kái), sortija y corrida de toros (toro ñemoñarö o torín). El partido con “pelota tata” era la mayor atracción de todos los juegos, porque además los jugadores se disfrazaban de fantasmas o genios de la noche (kambá o póra), pero sólo a Palanca se lo distinguía entre ellos por el arqueo de sus piernas. Pero esta costumbre de fuego y juego de disfraces ya venían en el Paraguay de las épocas remotas y coloniales, según algunos, heredada de los primitivos guaraníes el “tata ñemboharái”(juego con fuego) y de alguna contingencia de esclavos negros venida del Congo y de toda África; aunque otros afirman que la historia data de más recientes hechos que dejó el genocidio de la Triple Alianza, en manos de los brasileros y bandeirantes que usaron de carne de cañón a los negros esclavos y prisioneros paraguayos contra el Paraguay.
   Pero la historia de Palanca es de nunca acabar, ya había pasado más de una hora larga y el calor de la siesta en Tatakua hacía honor a su nombre original, “horno de fuego”, en guaraní. Los jugadores no parecían con ganas de dejar la sombra fresca de los naranjos, aunque Palanca ya picaba la pelota con el arquero sin salir al sol y pitaba de vez en cuando el silbato para ir cortando la modorra de sus valientes malabaristas. Aunque algunos jugadores seguían buscando pretextos para conversar y demorar un poco más el entrenamiento, Palanca se acercó al grupo y pidió un último tereré para sorber.
   De pronto, el jugador Juancho Portillo inquirió, aprovechando la curiosa predisposición de Palanca al diálogo, impulsado quizá por el intenso calor que derretía todo, hasta la memoria, hizo saltar la pregunta:
   —Pero cómo fueron realmente los goles de Sport, la gente en el pueblo dice cualquier cosa y nunca supimos la verdad.
    Palanca, sorprendido por la pregunta punzante, se dispuso a contestar haciendo gambetas como siempre. Habló, primero, de otros temas que lo desvelaban y que hacían a la formación del buen deportista. En un salto inesperado se instaló en la antigüedad, hablando del origen del deporte, de la academia, el gimnasio y el liceo de la antigua Grecia, el caos y el Cosmos,  el cuerpo y el alma como una unidad y armonía. Como evasión, habló con naturalidad y en tono sentencioso olvidando por completo echar luz sobre los goles de Sport.
  —En Grecia, el ganador de las Olimpíadas se convertía en un pequeño dios para la gente, no por el hecho de triunfar, sino por reunir la suma de las virtudes deportivas y helénicas, pero sin confundir con los guerreros o patriotas a la hora de valorar al deportista. El deporte es universal y generoso, debe engrandecer a una nación y añadir paz al mundo. El deporte tiene una camiseta que defender y la patria, la bandera.
   Los jugadores notaron la incomodidad y las vueltas de Palanca para abordar la respuesta largamente esperada. Pero no cortó de cuajo, siguió el hilo de su exposición un rumbo incierto. Aunque entre consejos y reproches parecía encaminarse hacia la incógnita que a todos le tenían con la curiosidad encendida.
  —El deporte persigue la virtud, no sólo el triunfo. El futbolista debe estar preparado de buena forma, jugar bien y saber valorar el buen juego. Por eso siempre les exijo felicitar al adversario cuando nos gana con altura y arte, que ustedes tanto resisten y menoscaban a la cortesía su valor supremo.
    El jugador Eusebio Flecha, le notó indeciso a Palanca, le allanó el camino con ansiedad y clavó la espina.
   —El gol del Sport, el empate, ¿fue de contra?
Respondió en seco:
   —No, no. Fue de culo.
   Luego Palanca explicó que uno de sus saques de arco, de punta violenta, dio justo en el trasero de un wing que se interpuso, para la desgracia, y mandó de rebote al fondo de la meta.
     A esta altura, Palanca estaba desvencijado y no podía disimular el resquemor que sentía ante los muchachos que vibraban ante la reveladora confesión, al recordar un partido que marcó para siempre su trayectoria, como si él fuera realmente un astro del firmamento, pero surgido con el revés de una hazaña.
   Porque el gol de la victoria, el segundo de Sport, nunca fue misterio en Tatakua. Se sabía que, al salir el arquero, en un ataque contrario, Palanca quedó como último hombre para defender el arco y lo defendió con todo, imaginariamente al cerrar las piernas, pero la pelota siguió su itinerario sin tapujos: primero, pasó de caño por su sortija de chueco y luego, se anidó en la red de 1º Mayo. Pero a Palanca nunca se le arrancó una palabra sobre éste gol, hasta aquella tarde en corro de tereré, en la sombra y esperando la piedad del sol para comenzar el entrenamiento.
    Otro jugador de más confianza con el compañero y técnico, Leoncio Bernal, inquirió e insistió para escuchar de una buena vez, al límite de su paciencia, la respuesta del propio Palanca.
—Entonces, ¿el segundo gol fue en contra también?
Palanca, tomó la pelota y la puso bajo el brazo. Fuerte y nervioso pitó el silbato, llamó a todos a la práctica y remató el asunto antes de marchar a la cancha:
   — No. Fue de concha.
                                                                                                                   Julio, 1998.


*Cuento publicado en el libro "El maleficio y otras maldades del mundo", de Gilberto Ramírez Santacruz, Editorial ARANDURA, Paraguay 2008.

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