lunes, 10 de abril de 2017

Decálogo del perfecto cuentista

Horacio Quiroga
(1879-1937)

Decálogo del perfecto cuentista

I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

LA NACION, BUENOS AIRES, LUNES 10 DE ABRIL DE 2017.
Por qué volver a leer a Horacio Quiroga:
 nueva visita al autor de los cuentos perfectos




En 2017, se cumplen 80 años de su muerte y 100 de Cuentos de la selva, auténtico clásico hispanoamericano; sus relatos formaron a generaciones de escritores y de lectores desde la infancia.

Por Daniel Gigena

Este año se cumplieron 80 años de la muerte de Horacio Quiroga (1878-1937), el escritor uruguayo más argentino que se conozca hasta la fecha. Sus libros de cuentos formaron a generaciones de lectores desde la infancia. ¿Quién no leyó en la escuela primaria Cuentos de la selva y, luego,Cuentos de amor, de locura y de muerte? Del primero de esos libros se cumplen además cien años en 2017. Los narradores de literatura realista y fantástica no pudieron desconocer las reglas, establecidas de manera intuitiva y certera en un decálogo del perfecto cuentista, para convertir relatos en obras maestras. Quiroga introdujo su propia experiencia de vida en las ficciones que escribió en poco más de 30 años.

"Pero lo que se llama «vida» es un efecto de la ficción; Quiroga piensa sus cuentos de monte en oposición al artificio de los otros que se jugaban al desenlace imprevisto de la historia -señala el crítico Osvaldo Aguirre-. En «Ante el tribunal», de 1930, escribió: «Yo sostuve la necesidad de volver a la vida cada vez que transitoriamente pierde el arte su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de la emoción se han edificado aplastantes teorías». Quiroga aprendió en San Ignacio ese concepto del arte y tomó al pie de la letra el mandato; más de una vez, según testimonios, hizo largas jornadas en canoa o a caballo sólo para comprobar un detalle o algo que le habían contado. Pero la vida no explica la literatura; es el punto de partida de sus historias, la materia de su imaginación."

En el canon

La obra de Quiroga integra el canon de clásicos de la literatura argentina y uruguaya. "La lectura de sus cuentos no devuelve ninguna sensación de caducidad, sino de plena vigencia -dice Soledad Quereilhac, investigadora y docente-. Aunque sepamos que sus casi 250 cuentos fueron escritos o publicados en una época distante, entre 1904 y 1928, hay una vitalidad en ellos y una interpelación al lector actual que se renuevan década a década." Para la autora de Cuando la ciencia despertaba fantasías (Siglo XXI), eso se debe al vínculo que logra Quiroga entre la escritura y la experiencia vital, entre el económico desarrollo narrativo y sensaciones intensas de aventura, terror o muerte en contextos selváticos y urbanos.

"Quiroga distinguió en su obra los cuentos de efecto, derivados de sus lecturas de Poe y de los escritores naturalistas, y las historias a puño limpio, que llegan a su culminación con Los desterrados y son el núcleo de su obra -indica Aguirre, autor deLa vanguardia perdida (Ediciones de la Flor)-. Los primeros, que incluyen textos clásicos como «El almohadón de plumas»o «La gallina degollada», han recibido mayor atención de los lectores y de la crítica; los otros decantaron en una especie de estereotipo sobre el personaje de Quiroga." Allí se esconden claves de la esotérica poética quiroguiana.

Pablo Martínez Burkett es cuentista; en sus relatos, la fantasía también cruza épocas y ámbitos. "Quiroga es uno de los padres del fantástico rioplatense. Sus cuentos parten de una plataforma realista a la que le adiciona esa torsión fantástica que interroga la realidad." Como muchos, Martínez Burkett leyó en el secundario Cuentos de la selva. "Fue uno de los primeros en recrear el extrañamiento de lo cotidiano, pero con sabor local", agrega el escritor santafecino.

Un visionario en la selva

Pero Quiroga no fue sólo un narrador de historias truculentas; él ayudó a consolidar un género hoy apreciado por muchos lectores argentinos. Dice Quereilhac: "Quiroga fue uno de los responsables del arraigo y la consolidación de la literatura fantástica en el país, y lo hizo de la manera más eficaz en que pueden darse esos desembarcos genéricos en los países latinoamericanos: reencauzando ciertas convenciones del género, aprendidas mayormente en Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, hacia una sensibilidad y un repertorio de temas locales".

Quiroga se convirtió, además, en uno de los primeros escritores profesionales del campo cultural rioplatense. "Esa temprana profesionalización dejó marcas en su escritura; lo ayudó a consolidarse, de hecho, como el modernizador de la forma cuento en el Río de la Plata e iniciar una tradición de cuentistas magistrales", indica Quereilhac. Los escritores de la generación anterior a la de Quiroga, de las décadas de 1880 y 1890, eran médicos o abogados que escribían literatura en sus ratos libres. Quiroga hizo de la literatura una profesión: actuaba en la vida pública y concebía la escritura como un trabajo. "Vivo de lo que escribo. Caras y Caretas me paga $ 40 por página, y endilgo tres páginas más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien", se lee en la correspondencia del escritor publicada por Losada.

A la modernización del cuento se suma otro rasgo fundamental, que asomó en relatos como "La insolación" (1908) y se consolidó con eficacia en Los desterrados (1926): la representación literaria del monte chaqueño y de la selva misionera, espacios que tenían escaso protagonismo en una literatura nacional dominada por el tándem campo pampeano y ciudad. "Quiroga imprimió sobre esa naturaleza brutal una mirada sobrenatural, con tintes decadentes y oscuros propios de lo fantástico y el terror, provenientes de su inicial sensibilidad modernista", observa Quereilhac.

Dos obras reúnen la literatura de Quiroga: Todos los cuentos (Fondo de Cultura Económica, Archivos, 1996) y Obra completa (Losada, 2002-2007), ambas coordinadas por Jorge Lafforgue, en las que participaron también Napoleón Baccino Ponce de León y Pablo Rocca. Quedan aún por explorar sus colaboraciones periodísticas, no ficcionales, que fueron muchas.



Cuento breve recomendado: “El hombre muerto”, de Horacio Quiroga


Horacio Quiroga. 
 “Luché porque el cuento tuviera una sola línea trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente al blanco”.H.Q.
[Este cuento incluye comentarios, al final, de Miguel Díez R]

EL HOMBRE MUERTO

(cuento)

Horacio Quiroga (1878-1937)

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.
Los desterrados,1926.
Los desterrados y otros textos. Antología, 1907-1937, ed. Jorge Lafforgue, Madrid, Castalia, 1990, págs. 239-243.
Comentario
“El hombre muerto” es uno de los cuentos más importantes de Horacio Quiroga. Se trata de una narración en tercera persona que presenta al protagonista contemplando el proceso de su propia muerte. Al principio, predomina el enfoque externo, próximo a la técnica objetivista; después, el cuento da paso a la pesadilla de la muerte absurda en medio del paisaje familiar y cotidiano. Se puede analizar la digresión en primera persona, del propio autor, intercalada en la historia, y el paso del tiempo que está muy marcado, lento al principio y precipitado después.
Miguel Díez R.
FUENTE: www.narrativabreve.com

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