martes, 11 de octubre de 2016

DALMIRO SÁENZ, EL ÚLTIMO PECADOR

DALMIRO SAENZ

EL ÚLTIMO PECADOR

El pasado 11 de septiembre, a los 90 años, murió Dalmiro Sáenz. Lo primero que surge en la evocación es su faceta de polemista y transgresor que garantizaba revuelo, cuando no censura. Pero Sáenz fue además uno de los más interesantes narradores, y destacadísimo cuentista, surgido de la camada de los años 60, autor de libros relevantes como el iniciático Setenta veces siete, Treinta Treinta, Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes o La patria equivocada. También fue autor de una cantidad de volúmenes tan heterodoxos como conocidos por el gran público, con títulos famosos como ¿Quién, Yo? o Yo también fui un espermatozoide. Perteneció, quizás, a la última raza de los escritores famosos, esos que la gente reconocía por la calle y le pedían autógrafos. Radar lo despide repasando su larga, aventurera y productiva vida (además de haber sido marino y boxeador y de escribir tantos libros, Sáenz tuvo nueve hijos) y un abordaje de su obra entre la escritura, la celebridad y el escándalo.





Por Juan Pablo Bertazza

Son muchos los escritores que encontraron una nueva forma de ganarse la vida: trabajar de escritores. Presentan, disertan, comunican, difunden, promulgan y hasta publican, a veces, sin escribir. Viven de vivir como, se supone, viven los escritores. Hace dos semanas –justo el día del maestro– murió alguien que representaba todo lo opuesto a eso: no le gustaba demasiado hablar de literatura a pesar de haber nacido el 13 de junio de 1926, es decir, un día del escritor. Después de todo, y ya que están de moda las últimas veces, con Dalmiro Sáenz se fue quizás el último escritor muy conocido por afuera de la literatura; uno de los últimos escritores para los cuales escribir era una vocación que debía ser alimentada por una multitud de trabajos distintos y no al revés, acaso el último escritor que logró despertar interés en el mundo transliterario. Lo cual, se sabe, es casi el único objetivo que persiguen los escritores.
Decir que lo hizo a fuerza de polémicas sería simplista. Es cierto que parte de ese enorme interés que despertó Dalmiro Sáenz en el extrarradio literario se debe a sucesivas apariciones que desplegó tanto en la prensa gráfica (“Creo que Armando Bó era lo contrario de Torre Nilsson: divina persona pero medio bestia. Después, me acuerdo que le tomé un poco de odio a Isabel Sarli porque había hecho sólo cosas comerciales y pobrecita, ¿no? era ella y hacía lo que podía, hacía un papel muy barato”) como en televisión, hablando de peronismo, de símbolos patrios o coyunturas pero también protagonizando un diálogo magistral en 1988, en La noche del domingo.
Sáenz: –En la colección privada del Vaticano hay una virgen, que se llama la Virgen del Divino Trasero, y es una virgen con un culo precioso. Un cuadro muy lindo.
Sofovich: –Una virgen con un culo precioso. ¿No es irreverente eso?
Sáenz: –Dudo que se mantenga virgen mucho tiempo con ese culo.
Esas frases le valieron al programa una suspensión de varias semanas por parte del Comfer, una sanción al mismo Sáenz, una temporada en el freezer a Sofovich, que durante un tiempo fue reemplazado por otros conductores, y hasta la aparición –el día nueve de julio de ese mismo año– de una noticia en El País de España que llevaba como perturbado titular: “Escándalo en Argentina por unas expresiones obscenas sobre la Virgen” y el primer párrafo de la nota aseguraba que “Una entrevista en televisión, en la que se vertieron expresiones consideradas blasfemas contra Jesucristo y la Virgen, ha indignado a la jerarquía católica argentina, ha movilizado a los creyentes, ha escandalizado al presidente Raúl Alfonsín y ha provocado el repudio de los candidatos peronistas que aspiran a sucederle en la presidencia de la República austral. En la normalmente apacible noche porteña, las palabras del escritor Dalmiro Sáenz en el programa del popular presentador Gerardo Sofovich sacudieron a la opinión pública”.
Como si fuera poco, por esos días Sáenz estaba escribiendo, a cuatro manos con Alberto Cormillot, a la sazón ministro de Acción Social de la provincia de Buenos Aires, lo que sería el libro Cristo de pie, acerca de “un Cristo que coge, un Cristo que odia, un Cristo que se casa, que tiene hijos, que miente que es ateo, que no cree en Dios”.
Otro de los escándalos televisivos sucedió más acá en el tiempo, en 2003, cuando Dalmiro Sáenz –hijo de Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz (ganadora de un premio Emecé con su novela Victoria 604) y de un contraalmirante de la Marina Argentina– contó en el programa Indomables sus orgías con Fernando Siro y Elena Cruz, apenas dos años después de que la pareja reivindicara la figura de Videla. Dalmiro Sáenz se había casado con Silvina, la hermana de Cruz, a quien le escribió su Carta abierta a mi futura ex mujer que, según él mismo contaba, le valió el divorcio. Y es cierto que detrás de eso no parecía haber nada muy revelador ni inteligente, pero eso mismo fue lo que le dijo Timmerman en el primer programa de Los Siete Locos, en agosto de 1987, conducido en ese entonces por Cristina Mucci y Tomás Eloy Martínez. Ahí Jacobo Timerman –uno de los invitados del programa junto a Osvaldo Soriano– le marcó una gran verdad: que su literatura pasa de la profundidad de ciertos libros como Setenta veces siete a la superficialidad de chascarrillos como Yo también fui un espermatozoide que Woody Allen no escribiría ni en sus peores días. Y él mismo lo aceptaba porque la contradicción constituye quizás uno de los grandes ejes de la carreta–y de la carrera– de Dalmiro Sáenz, algo presente en toda su vida y obra, incluso en ese curioso destino donde fue a parar en el exilio, durante la dictadura militar, que si uno lo escucha rápido y al pasar, parece casi un chiste: Punta del Este.

CUERPO A CUERPO

Así y todo, sería necio no advertir que esas mismas apariciones fueron extremadamente literarias aun cuando no buscaban serlo. Porque estaban un paso adelante: el diálogo sobre la Virgen terminó transformándose en un leading case que se estudia en derecho internacional. Todo empezó cuando el abogado Miguel Ángel Ekmekjian interpuso una acción de amparo para que se leyera una carta en respuesta a los agravios de Sáenz, el juez en Primera instancia rechazó el pedido entendiendo que el derecho a réplica no estaba reglamentado en el derecho interno y, entonces, la Corte Suprema sentó precedente al dar lugar, en julio de 1992, al Recurso Extraordinario en nombre del artículo 14 del Pacto de San José de Costa Rica, lo cual modificó su criterio tradicional respecto a la prioridad de los ordenamientos jurídicos interno e internacional y ubicó los tratados internacionales por encima de las leyes del Congreso, en un fallo que mereció serios cuestionamientos. En otros casos, podría pensarse que esas apariciones constituían casi performances literarias que encandilaban al mismo tiempo que hacían abrir los ojos.
Para decirlo de una vez por todas: la atracción que generó Dalmiro Sáenz va mucho más allá de la polémica televisiva. Tiene que ver con la singularidad de una literatura que (era su frase de cabecera), no se toma en serio porque “nunca me sentí un escritor, me siento un tipo que escribe y me veo muy distinto a los escritores normales”, aun cuando sus grandes hits, los elogios y premios cosechados y las versiones cinematográficas de sus libros sacarían el sueño a cualquier otro escritor, como la publicación en 1991 de otro de sus grandes libros, La patria equivocada, en Biblioteca del Sur o su exitosa labor como guionista de películas como Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes (basado en su propio relato) que ganó –¿qué mejor premio para alguien como Dalmiro Sáenz?– la Concha de Oro en San Sebastián. Lo notable es que no se trata tampoco de una literatura aislada ni lo que podría decirse, marginal. De hecho, la literatura de Dalmiro Sáenz participa de una especie de juego de espejos que consiste en parecerse a otros para luego diferenciarse: tiene algo del realismo de Viñas pero enseguida deja de parecerse a él por la decisión expresa de no politizar de manera lineal su literatura, aun cuando escribe libros como La patria equivocada o El argentinazo donde dice que “desde el principio de nuestra historia la palabra patria se confundió con la palabra clase”. Se parece por momentos a Fogwill en esa confiada naturaleza outsider que ostentaron los dos pero se termina distanciando de él ahí donde Fogwill barre de un plumazo su existencia extraliteraria para obsesionarse con la idea de consagrarse como escritor.
Y es que la atracción de Dalmiro Sáenz abreva también en su propia vida, cargada de oficios terrestres –y también marítimos– que se metieron de cabeza en su literatura. Porque además de sus viajes aventureros de artista cachorro como marino de un buque carguero que lo arrojó a destinos como Ushuaia y La Antártida, además de su afición al box y de su participación en Montoneros (en una entrevista con este suplemento en 2008 aseguró que participó de un operativo grande: el ataque a la prefectura de Zárate que tuvo lugar el 1º de enero de 1972), Dalmiro Sáenz también hizo trabajar a sus personajes literarios, quemando las altas calorías de una literatura en la que, en general, se trabajaba poco y en la que algunos de sus contemporáneos como Beatriz Guido y Manuel Mujica Lainez exhibían la lánguida vagancia de sus personajes. En la literatura de Sáenz, por el contrario, abundan alienantes tareas de campo en pueblitos perdidos de provincia y distintos rebusques como la meteórica y patética carrera que emprende el boxeador del cuento “Propiedad”(incluido en Setenta veces siete), que decide colgar los guantes cuando, en medio de una reacción heroica ante la sucesión de trompadas que le venía dando su contrincante, se da cuenta, debido a las carcajadas del público cruel, que el impresionante gancho izquierdo con que podría haber dado vuelta la pelea no se lo había encajado a su rival sino al referí.
Precisamente en Setenta veces siete, opera prima publicada en 1958 que en su momento ganó el Premio Emecé, se convirtió en uno de los libros más leídos del año y fue llevada al cine de la mano de Leopoldo Torre Nilsson y, con el tiempo, se transformó en su obra más emblemática.
En otras palabras, la de Dalmiro Sáenz es una literatura que parece escrita por un hombre más que por un escritor, una literatura llena de revoques, abusos, adjetivos, sangre, lágrimas y chamuyos, que transpira paradojas, que a veces se vuelve confusa de tan laberíntica (“y los tres miraron con la desilusionante sensación que sienten los hombres que recién se sienten hombres en presencia de mujeres que son realmente mujeres y que, en sus sueños de hombres que todavía no son hombres, imaginan como mujeres que realmente no son mujeres”), una literatura que duda, se corrige y se contradice sobre la marcha, una literatura neurótica, nerviosa y obsesivo compulsiva que, sin embargo –y esa es quizás la gran paradoja que encarna la obra de Dalmiro Sáenz– no sólo se escribe con el cuerpo sino que tiene como faro la traición y la queja existencial de esos grandes protagonistas de sus libros que son las personas físicas, “gente que siente el dolor físico exclusivamente, porque vive una vida física exclusivamente”, personas unidas por un tipo de amistad que “se apodera de ellos no con la tibieza blanda de las amistades normales, sino de una forma fuerte y áspera como la amistad de los condenados en un mismo presidio o de los soldados en una misma trinchera” y que, en lugar de practicar el amor a largo plazo –el amor como un plazo fijo– salen de los prostíbulos “con la escasa dosis de alegría física que el desahogo también físico produce en las vidas físicas de los hombres”.
En otra entrevista que puede verse por estos días en Youtube, un Dalmiro Sáenz irreverente commed’habitude pero también algo más sosegado, que venía de publicar su último libro, Pastor de murciélagos (título de una belleza que no debería pasar desapercibida) aseguraba, auténtico,que “la vida dentro del universo cultural no es vida, es subsistencia, no es vivir. El artista es un enfermo que no sabe convivir con un mundo que habla otro idioma, entonces inventa un idioma que trata de imponer y ese invento es el mundo verdadero”. Bueno, eso mismo es lo que dejó Dalmiro Sáenz. Eso que queda de inspiración más allá de las técnicas literarias, eso que queda de pecado del otro lado de la transgresión.

LO FUERTE







 Por Guillermo Saccomanno

Dalmiro Sáenz y sus siete hijos (despues tendrÍa dos más)
 en los años de la patagonia.
A Dalmiro Sáenz se lo ha criticado más por sus actitudes públicas que por su literatura. Tal vez convenga entonces pensarlo en su procedencia, la literatura de los 60 y el modo de presentación de los escritores “jóvenes” que se pensaban, creían o sentían ser cuestionadores. Los escritores jóvenes empezaban a asomar en diarios y revistas con una imagen distinta. Se agitaba una renovación de la literatura. Los escritores se presentaban en las solapas de sus libros exponiéndose con una fatuidad afirmada en una experiencia dura. Curtidos, eso. También contaba la imagen. Paradigmática la foto de Viñas en su libro de cuentos Las malas costumbres. En camisa, cruzado de brazos, bigotazo, expresión adusta, y detrás un afiche de la CGT, una manifestación. Otro caso, Conti, desde una cierta distancia del gueto, se presentaba en la foto de solapa de Sudeste como hombre del río, un perfil melancólico, con pasado de navegación. La experiencia vital garantizaba la literaria. Quien más, quien menos, en la generación de Sáenz, construía su personaje: el torturado, el politizado, el aventurero. La posmodernidad se ocuparía de licuar esa impronta de lo experiencial. Los escritores no serían ya de ninguna parte, ni siquiera de sus libros. Haber incursionado en el box, tener un pasado de maestro rural o de proletario eran señales de una historia personal intensa, que se proyectaba en una literatura que reflejaba lo vivido. (En el monumental Borges de Bioy se da testimonio de que estos escritores nuevos intimidaban al establishment. Daban tanto miedo como el comunismo. Los nuevos resolvían las discrepancias a las trompadas. Lo que se llamaba poner el cuerpo. Y nada asustaba más a los de Sur que ponerlo). De un libro en el que la violencia destemplada y el sexo se plantaran como constantes se decía que era “fuerte”. Especialmente, lo “fuerte” eran las escenas de sexo. “Fuerte” era un adjetivo que salía mucho. Setenta veces siete (1956), la primera colección de cuentos de Sáenz se ganó esa calificación. Si bien obtuvo un premio y recibió una crítica con espaldarazo de Sur, Sáenz no tenía nada que ver con la revista de Victoria Ocampo. Le seguirían No (1960), Treinta treinta (1963) y Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes (1965). Su escritura no era ajena a lo que se publicaba a su alrededor. Vale citar unos pocos: además de Viñas, Castillo, Rivera, Walsh. Puede constatarse en las fechas de publicación esto que digo de los 60, en particular, la segunda mitad de la década. Convengamos, toda esta literatura “fuerte” lo era como la generación que la escribía comprometiéndose en política sin dudar en discutir lo que fuera necesario. Y lo que era necesario, era todo. A la dictadura de Onganía se le hacía difícil controlar la insurgencia que se venía. La Revolución Cubana era un ejemplo. El Cordobazo estaba en el aire. Aunque no se tradujera de forma explícita en los textos, estas influencias pesaban. La nueva literatura acusaba la realidad. La validez de un escritor se basaba en su experiencia vital más que en lo literario. Eran sus atributos personales los que robustecían la ideología de un realismo tenso desde la influencia de Hemingway. Dalmiro Sáenz, cumpliendo con las exigencias biográficas de su generación, se había embarcado hacia la Patagonia. Había leído por primera vez El sonido y la furia a bordo. Y entonces se decidió a escribir. Más tarde se afincó con su mujer y sus siete hijos en una estancia en el sur.
Hay en su biografía un paréntesis en los 70: militancia, persecución, exilio. Es cierto, después de esos primeros libros su obra se expande en otras direcciones. El tipo atlético, el boxeador, el karateca, el don Juan, bronceado hasta en invierno. El escritor que provoca en cuanto medio lo invita se transforma en un “personaje” siempre a mano. El escandalizador en la gran aldea pacata. Sin embargo, hay una vuelta del escritor “fuerte” en los 90. Sáenz publica La patria equivocada, que leí de un tirón, a la misma velocidad con que había leído sus primeros libros. Alguna subtrama de la novela proviene de sus cuentos, allí estaban también sus obsesiones, sus constantes. En el marco de la “conquista del desierto”, los blancos de Villegas, el exterminio de la indiada y el poder, el sexo bárbaro. Me acuerdo que me reuní con él para hablar de la novela. Quería comentarla. Y fue escaso lo que hablamos. Sáenz no era de hablar de literatura. Si bien daba taller, se ganaba más la vida refaccionando casas. Después publicó Malón Blanco” y Mis olvidos, o lo que no dijo el General Paz. Todas comparables con su primera obra.
Muchos de los obituarios de estas semanas han coincidido en este planteo, el personaje ganándole al escritor. Y este apunte tal vez no es la excepción. Pero hay que destacar que en un hecho más importante coincidieron las notas de estas semanas: en el mérito de una prosa temprana en la que ya convivían la influencia de Faulkner cruzada con una perspectiva cristiana - no católica, no beata, no dogmática; cristiana subrayo - en la que se afirma una ética, la toma de partido por las víctimas allí donde se encuentren. Y este será el Sáenz que aguantará la prueba del tiempo.

PENSAR EN CONTRA






Por Paula Pérez Alonso

Resultado de imagen para dalmiro saenz
Dalmiro Sáenz fue un escritor de una enorme ductilidad para adoptar diversos registros y abordar todos los géneros. No hay en la literatura argentina autores que, como él, se hayan dedicado al teatro, al cuento y la novela, impulsado por la lucha contra el estereotipo y el afán por provocar el pensamiento. Fue un gran escritor que no la iba de puro, porque sabía que la pureza no existe. Desplegó un arco expresivo que va desde la parodia del absurdo hasta novelas de malones en la Patagonia, tramadas con héroes y antihéroes en tierra claramente argentina. Sus lecturas se concentraron en algunos autores de ficción y mucho de historia. Entre la inmensa curiosidad y el asombro, no perdía la dispersión de la vieja mirada.
En una época en que se hablaba de “los burgueses”, él corría siempre en territorio contrario: el de la bohemia insumisa. Fue un iconoclasta genial, en realidad lo distinguían varios rasgos que lo hacían bastante único. No era fácil conocerlo porque no le gustaba hablar de sí mismo; tampoco era un ensimismado, muy por el contrario, era un mirón y un preguntón. Le resultaba más interesante el otro, entonces preguntas agudas, directas, su forma de seguir pensando y no dar nada por sentado. Y escuchaba, no era retórico, no largaba la pregunta para volver a escuchar su propia voz en otra intervención, lo hacía por interés y verdadera curiosidad, establecía un diálogo. Fernando Sánchez Sorondo, que lo conoció bien en la diaria durante años porque estuvo casado con su hija Marcela y fueron verdaderos amigos, dijo que nunca lo oyó criticar a nadie. Yo no lo conocí tanto pero sí puedo agregar algo al menos raro en la Argentina y en esa generación, en la que los sentimientos se ocultaban más que lo que se decían: Dalmiro expresaba su admiración por otros hombres y por otras mujeres con todas las letras, lo hacía público, para que apreciáramos algo que tal vez no habíamos advertido del todo. Recuerdo cómo hablaba de Julio Llinás porque admiraba su inteligencia creativa para la literatura y la vida. Era difícil que lo hicieran entrar en competencias estériles. No tenía reparos o pudores al manifestar sus certezas o, muy por el contrario y con la misma intensidad, sus vacilaciones o su ignorancia. Mientras otros se desvivían por reafirmar sus guapezas en cada gesto o no se animaban a descartar las imposturas, él decía “Yo soy lesbiano”, y admitía su ambigüedad frente a la compleja ambivalencia, se resistía al restrictivo mundo binario y dejaba abierta otra posibilidad genuina, como rebelde verdadero que combatía los prejuicios y al que le costaba domesticarse.
Dalmiro podía describir con una gracia enorme cómo un coronel maneaba un caballo y lo derribaba sin violencia mientras extendía su poncho para acostarse a su lado y descansar un rato en el desierto, y también con sutileza y suavidad inventar mujeres duras y tiernas, creíbles, como pocos lo han logrado.
Era un escritor de la experiencia, nada le interesaba más, y de alguna manera sus ficciones pasaban por el cuestionamiento como impulso vital, la indagación que operaba como subtexto y demandaba una verificación.
La patria equivocada se iba a llamar “Sable en mano y a degüello”, título que a mí me encantaba pero Juan Forn le sugirió cambiarlo por uno menos brutal, más poético. Me acuerdo bien del original que Dalmiro trajo para la colección Biblioteca del Sur: escrito a máquina, y el título en tinta azul y letras de imprenta, a mano, justo arriba del primer capítulo, en la misma página. No era la época del anillado y tampoco tenía una portada, como si se tratara de un libreto de teatro, había sujetado las hojas con unos ganchos, lo recuerdo con nitidez. El imaginó que el título podía sonar demasiado dramático y nos miró a Juan y a mí con cierto pudor y una media sonrisa que admitía sugerencias. Pero sabía que tenía un material muy bueno en esa nueva invención, una novela raramente lírica sobre la traición.
Siempre fue una alegría encontrarlo, charlar y trabajar con él, relajado pero alerta, los ojos brillantes, atento y perspicaz. ¡Qué maravilla su falta de solemnidad! El humor también lo incluía, y reconocía una metida de pata sin problema. ¡Era siempre él mismo! Quería desmontar las convenciones, buscaba saber qué había detrás de esas construcciones como el éxito, las metas, la necesidad de crear y creer en un “país” o el pre-texto de que el amor de pareja está hecho para durar.
Cuando publiqué mi primera novela y tuve que ir a la primera entrevista, lo encontramos con Flor Ure en un programa de TV. Yo estaba nerviosa y verlo a Dalmiro me tranquilizó. A la salida y en el taxi que compartimos noté que estaba medio enojado. Me dijo que me había escuchado y que era un desastre, que no podía vender mi libro así, que no se cuenta un argumento, no podía arruinarlo de esa manera. Me sorprendió que se hubiera tomado el trabajo de escuchar con atención y de decírmelo. Otro día en la editorial me instruyó con ejemplos claros, y nos reímos mucho de mi torpeza. Después de este intercambio de confianza sobre lo que más nos interesaba, me animé a preguntarle si presentaría mi novela. Me dijo que sí y le agradecí su generosa disposición.
Hacía años que Dalmiro se había apartado de los lugares que solía frecuentar. Siempre tuvo una gran conciencia de lo estético. La noche del velorio en el Concejo Deliberante, donde estaban sus nueve hijos, Dolores y Juan Cruz nos contaron que la noche anterior tuvo un infarto y se cayó, y en la caída se había lastimado la frente. Para ellos, esa herida era la última marca de su carácter de luchador. En 1970 había escrito el cuento y el libro El que muere pierde; imagino que ahora, que ya había cumplido 90 años, con su enorme lucidez podía adscribir a la frase de Hemingway: “Il faut (d´abord), durer. Il faut (après tout), mourir. (Primero, hay que vivir. Después, hay que morir)”. Aclaro que esto es una presunción mía. Los muertos también reclaman su intimidad.
Tal vez sea el momento de volver a leer sus cuentos y sus novelas. Va a ser un alivio reencontrarlo ahí.

FUENTE:libros, Diario Página/12, domingo 2 de octubre de 2016.

No hay comentarios:

Publicar un comentario