jueves, 30 de abril de 2015

El mariscador

El mariscador*
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas;
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche;
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?

William Blake  

Hubo un tiempo en que los tigres eran plagas por los caminos y en los alrededores de Tatakua, además de atacar a los terneros y ovejas que pastaban en la cercanía de los bosques y resultar sumamente peligrosos al acechar desde las barrancas, permanecían en alerta y haciendo cada tanto el ruido del “tris- tris” con las orejas, agazapados auscultaban todo desde la espesura pero siempre listos para saltar al cuello de los troperos, carreros, forasteros y arribeños que pasaban a caballo, por aquellos solitarios lugares bien adentrados en las tupidas selvas que circundaban al pueblo.


Aunque como mariscador o cazador Medófilo Guerreño siempre respetó mucho al tigre, no desconocía la tradición de que su figura era sagrada para los guaraníes y compartían la selva con sus descendientes Mbyá o Ka’ÿngua, y que sólo el tigre azul o “jagua hovy” estaba prohibido perseguir y no debía cazarlo porque su aparición significaba la señal que enviaba el dios Ñamandú para encaminar a su tribu a la Tierra sin mal o “yvy marâ’ÿ”. 

Medófilo vivía en las entrañas de la selva y andaba por ellas siempre descalzo, con un machete vizcaíno en su cintura y su infaltable rifle al hombro. Nunca tuvo casa en Tatakuá, se guarecía apenas en un cobertizo de palmeras o “pekuâ” de las bíblicas lluvias estivales y no se le conocía familia alguna y parientes mucho menos, pero se dice que convivía con una india mby’a en medio de las espesuras montañosas y otros, más fabuladores todavía, decían que el cazador de tigres tomaba por pareja a la misma genia de la selva, kaavy jarýi o kaa moñái. 

Era un cazador Medófilo que vivía más en las horquetas de los árboles que con los pies puestos en la tierra y al vérsele caminar, las pocas veces que bajaba al pueblo desde su altillo forestal, parecía balancearse como esos gigantes guacamayos más acostumbrados a las cumbres de los cerros que al ras del suelo. Y de vivir tan solo y en silencio, en espera perpetua de sus presas, había perdido casi el habla, que sólo modulaba algunas palabras obligatoriamente al descender al pueblo a vender sus pieles salvajes y, de paso, aprovisionarse con un poco de alimentos y mucha caña y tabaco.

Como sabemos, en los dichos populares abundan las referencias a lo difícil que resulta relacionarse o tratar con los tigres, de ahí que se escucha a menudo decir que “un ratón no conversa nunca con un tigre” cuando alguien humilde no es tenido en cuenta ni para ser escuchado por el poderoso; o al decir que “resulta más difícil que peluquear un tigre” cuando un problema no tiene remedios ni visos de solución; o aquello de “prefiero quitarle un colmillo al tigre que pedir prestado dinero al tacaño”, cuando alguien hace referencia al avaro o sugiere que sería mejor pedir peras al olmo.

Pero este mentado cazador de tigres en Tatakua, cuyo nombre Medófilo Guerreño ha sonado y resonado por tan extraño y original a la vez entre los puebleros desde siempre, era lo que se llama y se dice un hombre callado y profundo, que de tan profundo parece que casi no se le oía la voz ni pronunciar palabras. Tal vez también por vivir la mayor parte de sus días y noches solo por las selvas, como queda dicho, pergeñando estrategias como buen cazador y armando sus trampas o “mondé”, mientras aguardaba, atalayado y mudo del todo en una horqueta de árbol, que aparezca su imaginada presa en algún momento. 

Medófilo era más conocido y mentado por cazar tigres, quizás por la importancia que le daban al jaguareté o “jaguaru”, porque habían muchos cazadores de los otros animales menos peligrosos como lagartos, carpinchos y mulitas, aunque él cazaba también por igual tapires, onzas, coatíes, jacarés, jabalíes, venados y ciervos, cuyas pieles proveía luego a la única curtiembre del pueblo que le aceptaba comprar. 

Si Medófilo hubiera sabido leer y supiese de la existencia de las memorables obras como ”Hombre tigre”, “Los tigres de la Malasia”, “Tres tristes tigres” y “El oro de los tigres” de nada menos que Rivarola Matto, Salgari, Cabrera Infante y Borges, tal vez, los libros le hubieran entretenidos bastante en sus largas esperas en los sobrados y quebrados en el corazón mismo de la selva, seguro le hubiesen ayudado dichas maravillas literarias a matar también por momentos tanta soledad que le rodeaba y vivía envuelto en tanto silencio que aún recordaba a los instantes primigenios que antecedieron a la misma Explosión del Principio y Creación del Universo. 
Finalmente, para entender el caso de éste cazador de tigres llamado Medófilo, que defendía con pocas palabras pero con firmeza el valor de sus pieles salvajes frente al comprador de la barraca de Tatakua, que a su vez debía curtir en forma artesanal antes de llevar a revender en Asunción, referiré que se debe conocer la costumbre de que para recoger al caballo en el campo era habitual que la gente usara la sal en el plato y zarandease para que su ruido atraiga al animal que tanto gustaba de la sal, una vez agarrado el caballo se lo conducía a la casa del dueño y se lo podía ensillar bien con los aperos completos para luego montarlo.

Fue así que el mentado mariscador y cazador de tigres, Medófilo Guerreño, discutió fiero con Juan de la Cruz, dueño de la barraca, al observarle que el cuero más largo y ancho, entre los de los tigres presentados, estaba muy agujereado y no podía pagarle de acuerdo al tamaño sino acorde a los deterioros sufridos por las balas en momento de ser cazado. 

— Demasiados agujeros presenta este cuero de tigre más grande, su precio se equiparará solamente al tamaño común de las demás pieles –le dijo el comprador al tiempo de ir introduciendo su dedo en cada uno de los orificios dejados por los disparos del rifle. 

— ¿Pero usted cree que un tigre se caza con sal o qué…como se agarra un caballo, mansamente? -le contestó furioso el mariscador, dando a entender que un tigre se caza siempre bajo el peligro de la propia vida y solamente con los tiros certeros, que evitan el abrazo fatal del yaguareté que se abalanza siempre a su vez sobre el cazador ante el peligro de ser cazado.

Marzo, 2005.

*Del libro inédito "Espiridión y otros cuentos pendientes", de Gilberto Ramírez Santacruz.

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