El desatino*
Una madrugada en Buenos Aires cubierta de espesa neblina, venía de mirar el río y sus vigías encendidas que señalizan la costa atlántica.
Al dejar los
bajos de Retiro, crucé la Torre de los Ingleses y fui ascendiendo hacia la
Plaza San Martín.
En pleno Barrio Norte, al cruzar la calle
Maipú, me topé con Borges que iba a los tumbos, golpeando ruidosamente las
paredes con su bastón, con quien hablamos brevemente en guaraní y me recordó
una vez más su descendencia de la india Águeda, una de las sesenta criadas
reconocidas en testamento por Domingo Martínez de Irala.
—Le ayudo a cruzar la calle –me ofrecí cortésmente.
Borges
molesto estiró su brazo y rechazó mi gesto.
— No,
gracias. Busco la casa de Asterión –dijo sin embargo como pidiendo auxilio.
— Disculpe, soy nuevo en el laberinto
–contesté la verdad.
— Y yo no sé si era en Buenos Aires, Ginebra o en
alguna ciudad de mis sueños –agregó resignado y siguió su marcha con el
tamborileo de su báculo.
Yo tampoco
podía perder más tiempo. Apuré los pasos. Al llegar a Pompeya, casi al
amanecer, frente al restaurant La Blanqueada, en cuya vereda comienza la
inmensidad de La Pampa, según el autor de Historia universal de la infamia, desperté
y me encontré que seguía tan grave de salud como internado en el hospital
Posadas de Haedo.
*Cuento extraído del libro El maleficio y otras maldades del mundo, de G.R.S.
*Cuento extraído del libro El maleficio y otras maldades del mundo, de G.R.S.
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