domingo, 12 de noviembre de 2017

El robo del escorpión

El robo del escorpión
Por: Oscar Dinova*
12 de Agosto de 1934. Tarde de fútbol para romper la medianía del cielo gris y la melancolía traicionera de las tardecitas domingueras. Viejo estadio de Independiente, ganaba 1-0 el poderoso Boca de Cherro (¡que a la postre saldría campeón con 101 goles!)
En el minuto 68, Antonio Sastre desborda por la derecha, llega hasta el corner y lanza un violento centro a media altura hacia el área de Boca. Un esmirriado delantero llegado ese año de Paraguay se lanza en palomita para conectar el balón pero se pasa de largo, entonces levanta sus tacos al aire e impactando de lleno la pelota, la deposita en el fondo del arco xeneize ante una atribulada tribuna visitante que no puede creer ese malabarismo circense que les ha empatado el partido.
Un oportuno reportero gráfico titula a la ignota destreza, “el balancín”. Muchos años después será rebautizada, “El Escorpión” en manos, perdón, en pies del inefable René Higuita, arquero colombiano.
Pasaron los años. Demasiados para mi almanaque personal.
Estos días nos hemos vistos envueltos en un desencanto generalizado. Estamos todos los amantes del fútbol nocauts de pie. Ha muerto un joven jujeño al chocar una pared dentro de una cancha y han desarticulado el clásico más grande del mundo. En realidad ya viene de hace años; manejos financieros turbios, las barrabravas se adueñaron de las instituciones (y del barrio aledaño), los clubes endeudados, los dirigentes enriquecidos, las tribunas visitantes vacías, la violencia por doquier, los viejos códigos extraviados, las botineras, los shows mediáticos, el individualismo y para frutilla de un postre amargo: los jugadores rivales se han transformado en enemigos a destruir. Una finta, un caño, un pisar la pelota puede ser la invitación para perder una pierna. ¡Maldición!
Lo vi triste a mi nieto volver de la cancha y me nubló el corazón. A falta de otra cosa he pensado mucho en estos días. ¿Por qué nos enloquecían las gambetas del loco Bernao en el rojo del ’60, o los goles a la carrera del Chirola Yazalde, o los despejes endiablados del chivo Pavoni? ¿Por qué?
Porque adelante estaba uno de los mejores 3 de la historia, Marzolini. Para hacerle un gol a Racing había que superar a Perfumo, o vencer a Roma, a Carrizo, a Buttice. ¿Por qué queríamos tanto a Santoro? Y bien, no era fácil atajarle un balinazo al Gringo Scotta, y así hasta el infinito.
Adoraba a Independiente por la calidad de sus rivales. ¿Quién no quería ver jugar a Ermindo Onega? O ganarle al equipo de José? O ver surcar la línea como lo hacía el loco Houseman? El fútbol no es sólo un deporte en equipo, lo es en plural, de equipos. Sólo alcanzamos la gloria si superamos a oponentes de la misma talla.
Y obtener el reconocimiento masivo era el logro máximo de cualquier futbolista.
Bochini siempre contó que su hazaña más grande fue el 2-2 contra Talleres, en Córdoba. Y lo que más lo marcó fue que dieron la vuelta olímpica aplaudidos por todo el estadio.
Pero hace rato andamos mal. Me dí cuenta un día cuando en Avellaneda en vez de deleitarnos con las gambetas de Gustavito Lopez la tribuna se dedicaba a recordarles el origen paraguayo de muchos simpatizantes de Boca. Lo miré a mi hijo y le dije: NO, es una canallada, no hay que cantar esto. Si el jugador más grande de la historia de Independiente es paraguayo, precisamente. Por nuestras gramillas han pasado de todos los países. Jugadorazos.
El racismo estupidiza. Trastoca las ideas y anochece el alma.
1957, han pasado 23 años de aquella tarde en Avellaneda. En Madrid, un argentino, Alfredo Di Stéfano, cumplía uno de sus sueños más preciados, convertir un gol haciendo el escorpión. Cuando le preguntaron cómo había inventado la destreza, La Saeta Rubia aclaró que la suya era una copia, que el original había sido guaraní.
Un paraguayo hecho de mimbre, el saltarín, el hombre de goma, el genial Arsenio Erico había sido el creador del gesto mágico. Pero lo que siempre asombró a Erico fue el sostenido y espontáneo aplauso de la hinchada boquense. Y el admirador que lo imitó en España era de River.
Se dan cuenta ahora. ¿Entienden para dónde voy? No pueden


robarnos el escorpión, ni la chilena, ni el caño, ni el gol olímpico, ni al Piraña Sarlanga de Boca, ni al Charro Moreno de River, ni a Vicente de la Mata, ni a Fillol, ni al Chango Cárdenas, ni a… no alcanzarían mil páginas. Felizmente.
Ya sé. Hay otras prioridades, en el país. Hay otras prioridades.
Pero hoy déjenme soltar una lágrima por el fútbol. El verdadero.
El de nuestros padres, el de mi adolescencia y el de mis nietos.
No van a poder. No lo van a poder robar.

El escorpión los va a picar a estos ladrones de ilusiones, ya van a ver.
Y va a ser un golazo.
De emboquillada.
Seguro.

*Publicado por Oscar Dinova, domingo 17 de mayo, 2015. Dinova es historiador y escritor argentino. Exiliado en Francia por su militancia en la UES de La Plata, se licenció en Historia en París. Fue maestro rural al regreso. Autor de “Escuelas de Alternancia, una experiencia de vida”, “Bululú Theatre - Memorias del Exilio” y “Cuentos del Abuelo - Historias mercedinas”.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Neruda, Pinochet y los rumores de un homicidio

Neruda, Pinochet y los rumores de un homicidio*

Neruda, un profeta contra la oscuridad
Tras el resurgimiento de la hipótesis de que el poeta fue asesinado, un escritor clave evoca el significado de su figura. 
Por Ariel Dorfman(Especial para The New York Times)
Aún puedo recordar lo impactado que quedé y el pesar que sentí aquel día que escuché que había muerto Pablo Neruda, el más grande poeta chileno y uno de los pilares de la literatura del siglo XX. Era el 23 de septiembre de 1973. Dos semanas antes, el ejército chileno había perpetrado un golpe de Estado en contra del presidente Salvador Allende y había instalado una dictadura que iba a durar diecisiete años.
Temía por mi vida, como muchos otros intelectuales y defensores de Allende, y estaba escondido en una casa de seguridad de Santiago cuando me llegó la noticia de que, además de perder nuestra nación a manos del fascismo, perdíamos también al mayor escritor de esa tierra cuando más lo necesitábamos.
Aunque había motivos para dudar de cada una de las palabras emitidas por la Junta mientras torturaban, asesinaban, perseguían y exilaban a los seguidores de Allende, jamás se me ocurrió que fueran tan estúpidos como para asesinar al mismo Neruda. Sabía que estaba postrado en cama y que padecía cáncer de próstata. Parecía natural que el horror de ver destruida a la democracia chilena y la pena por las muchas muertes de sus camaradas del Partido Comunista y otras organizaciones de izquierda hubieran acelerado su deceso.

A lo largo de los años, igual que la mayoría de los chilenos, desestimé los rumores de que un agente de la dictadura había envenenado a Neruda durante su estancia en la Clínica Santa María. Los testimonios de amigos que habían estado a su lado durante sus últimos días y horas reforzaban ese escepticismo. La viuda del poeta, Matilde Urrutia, me dijo que, en efecto, el cáncer era la causa de su muerte, aunque la abrumadora angustia de su esposo ante el destino de nuestra nación había asestado el golpe final.
Sentía recelo de las historias descabelladas que no podían corroborarse y que hacían más mal que bien. De cara a incontables atrocidades reales e indiscutibles, era inútil proponer crímenes que no parecían tener fundamento y podían interpretarse como propaganda.
Décadas más tarde, sin embargo, las acusaciones presentadas a la revista mexicana Proceso por el antiguo chofer de Neruda, Manuel Araya, sobre que una inyección letal le había sido administrada al poeta horas antes de su muerte llevaron a un juez chileno a ordenar la exhumación del cuerpo y a buscar ayuda de organizaciones forenses extranjeras para determinar la verdadera causa de la muerte. Ahora dieciséis expertos anunciaron que Neruda murió por una infección bacterianay no de caquexia por cáncer, como se consignó fraudulentamente en su certificado de defunción.
Aunque no ofrecieron pruebas de que hubo mano negra, su investigación ha provocado cierta especulación. En contraste con la inevitable circunspección de los forenses, muchos chilenos —comentaristas, políticos e intelectuales, acompañados por uno de los sobrinos de Neruda— dan por hecho que se trató de un asesinato.
Estas conjeturas renovadas son reforzadas por el hecho de que, algunos años después de la muerte de Neruda, el expresidente Eduardo Frei Montalva murió en circunstancias sospechosas en la misma habitación de la misma clínica donde había fallecido el gran poeta.
Llevó muchos años de investigación, pero las cortes chilenas dictaminaron que Frei había sido asesinado por un grupo de agentes de la policía secreta DINA. Es fácil suponer por qué lo mataron: aunque en un principio Frei había apoyado la toma de poder de los militares, se había convertido en el valiente líder de la oposición al general Augusto Pinochet.
Eliminarlo era una manera de deshacerse de una figura que podía unir a la gente y a quienes querían que se restaurara la democracia. Fue un motivo similar al del asesinato en Washington de Orlando Letelier, el popular y carismático ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Allende.
Sin embargo, matar a Neruda sigue pareciendo no tener sentido. ¿Por qué los secuaces de Pinochet se arriesgarían a asesinar a un poeta que ya estaba muriendo, a un ganador del Nobel reverenciado por los chilenos de todos los tipos y filiaciones? ¿No estaba ya enfermo y debilitado, a punto de exilarse en México, donde pronto fallecería de cualquier modo?
Cualquiera que haya sido el motivo de su muerte, su efecto fue impresionante. El funeral de Neruda, celebrado el 26 de septiembre de 1973, se convirtió en el primer acto de desafío público en contra de los nuevos gobernantes chilenos.
Llenos de valor de cara a los soldados en las calles y al miedo en sus corazones, miles de patriotas acompañaron el ataúd de Neruda al Cementerio General, para despedirse del poeta que había contado la historia de todos ellos y la de Latinoamérica en su búsqueda de la liberación. ¿Cómo podrían no haber acompañado en su viaje final al cuerpo del poeta que había celebrado el cuerpo humano en todos sus deseos sensuales y su más profunda desesperanza?
Estas personas habían aprendido a través de sus versos cómo dar forma a sus sueños y cómo soñar su amor, así que desolados y furiosos, cantaron que su bardo viviría en ellos por siempre. Prometieron que Allende, nuestro presidente muerto, no sería olvidado; juraron que Chile no sucumbiría a la tiranía.
Lo significativo del evento no solo residió en el simbolismo de que tantos hombres, mujeres e incluso niños se pusieran en peligro para expresar su necesidad de ser libres. Ese funeral también fue el prototipo de la manera en que la resistencia finalmente vencería a Pinochet en los duros años que vendrían, apoderándose de cualquier espacio disponible, grande o pequeño; empujando los límites de lo permisible; declarando, con bayonetas y balas enfrente, que el silencio no prevalecería.
En los versos más famosos de su “Canto General”, Neruda les habló a los muertos anónimos de Latinoamérica, cuando escribió: “Sube a nacer conmigo, hermano”, con lo que les pedía a los olvidados y profanados por la historia que renacieran. “Hablad por mis palabras y mi sangre.”
La discusión renovada sobre la muerte de Neruda nos permite recordarlo una vez más, verlo de nuevo como un profeta en la lucha en contra de la oscuridad, la condena y el olvido. Igual que ayer, cuando estaba vivo, nuestro Pablo continúa, desde más allá de la muerte, enviando a la humanidad un mensaje de esperanza, alentando la batalla por la justicia y la libertad en estos tiempos nefastos.
Quizá tome mucho tiempo, pero los crímenes del pasado no se borrarán. Quizá tome mucho tiempo, nos dice el recuerdo de Neruda, pero habrá, finalmente, un ajuste de cuentas. Quizá tome mucho tiempo, nos dice la poesía de Neruda, pero es seguro que las víctimas de la historia encontrarán una manera de nacer de nuevo.

FUENTE: Página/12, Buenos Aires, 1º de noviembre de 2017.