El fútbol según
Palanca*
“Después de la misa se reparten las faenas
de toda la semana, y se van a comer
y a jugar a la pelota, que es casi su único juego.
Pero no la juegan como los españoles (y europeos):
no la tiran y revuelven con la mano. Al sacar,
tiran la pelota un poco en alto, y la arrojan
con el empeine del pie del mismo modo que nosotros
con la mano. Y al volverla, los contrarios lo hacen
también con el pie; lo demás es falta. Su pelota es de
cierta goma, que salta mucho más que nuestras
pelotas. Júntanse muchos a este juego y ponen
sus apuestas de una y otra parte…”
P. José Cardiel
Breve relación de las Misiones del Paraguay (1771).
“En la cancha se ven los pingos y a los
burros, los domingos”, dijo Palanca
como sentenciando sobre la marcha, en clara respuesta al arquero cuando le
escuchó subestimar al equipo adversario del próximo partido. Luego, como si
nada hubiera dicho, se unió al ruedo de tereré que formaban los jugadores del
Club 1º de Mayo en la sombra del frondoso naranjal, mientras aguardaban a que
amaine el implacable sol de enero para comenzar la práctica y ensayar una vez
más “las jugadas preparadas” de las que tanto se jactaban los pupilos y
compañeros de Ildefonso Irala, más conocido como Palanca.
Pero al
parecer la piedra no cayó en un estanque vacío, porque uno de los jugadores,
Papito Gavilán, recogió de inmediato y la devolvió al maestro tirador, como
haciendo contrapunto al técnico que ironizó el optimismo ingenuo de su equipo
y, como era ya costumbre entre ellos, dejando abierto el juego de recuerdos y
comentarios que tanto gustaba al memorioso Palanca, aunque él se empeñaba en
simular que no le interesaba hablar de su propia historia, al barajar del
pasado un inolvidable cotejo, que por partida doble lo tuvo como protagonista
principal, y quedó tirado el cascote en la ronda para quien quiera continuar
con su trayecto.
— ¡Se
cumplen 20 años de aquél clásico con el Club Sport de San Juan, tal vez
repitamos con nuestro equipo la hazaña de aquella temporada que se volvió
memorable!
Aunque
haya perdido aquel partido inolvidable, Palanca salió como héroe para la
afición, inexplicablemente, pero con una herida que nunca le cicatrizó, según el
propio Back o “punta karaja”, otros de los tantos nombres como le conocían popularmente
en Tatakua. Sin duda, era un jugador notable y muy digno de admiración al verlo
jugar, solo como capitán del Club 1º de Mayo entonces y no jugador y técnico al
mismo tiempo después, pero en aquella final, imborrable para la memoria, el
Interligas de 1970, en la Cancha Central de la Liga Gobernador Rivera, frente
al Club Sport, se lució con su figura grotesca que resultaba de tener las
piernas tan arqueadas, las cuales conformaban una argolla ovalada con las medialunas de su entrepierna. Y, para imaginarlo
mejor, de tan chueco que era tenía los pies torcidos y como enfrentados de
punta, parecía un milagro que Palanca pudiera patear tan bien de punta y de
taquito, como sólo él sabía hacerlo, dirigiendo la pelota a su destino como si la
hubiese lanzado con la misma mano y colocarla en cualquiera de los ángulos que
elegía. Podía integrar, tranquilamente, la selección élite de rengos, chuecos,
pies planos y bolos como Erico, Garrincha, Rivelino, Sócrates, Cococho Álvarez,
entre otros, que demostraron en su trayectoria de estrellas que la aptitud
física requerida para el fútbol profesional es para jugadores normales, no para
genios que pusieron la pelota como un globo terráqueo en las manos y en los
pies de un niño con magia.
Palanca, por dicha condición tan especial de
las piernas, no podía usar botines y fue todo un dilema conseguir algo para sus
pies a la hora de calzarlo y de ponerles una funda al menos. Aunque en los
torneos locales no había problemas, porque se podía jugar tranquilamente
descalzo y a nadie llamaba la atención, ya que otros jugadores hacían lo mismo
por no poder comprarse las zapatillas o por deformes también de los pies o de
“pychâi”. Pero cuando llegó el riguroso Interligas no era posible ya jugar
descalzos, era estrictamente obligatorio el uso de botines con taquillas e
indumentaria acorde a la reglamentación impuesta por la Asociación Paraguaya de
Fútbol.
La
solución posible vino de parte del único zapatero del pueblo, don Juan de la
Cruz, un fanático del equipo, y, en particular, de Palanca que corría peligro
de no jugar por dicha falencia. Entonces, le fabricó un simulacro de botines,
totalmente flexibles, con cuero y suela de nonato, tapones de goma y puntines
dibujados, de modo que pudiera superar cualquier inspección del árbitro. En
verdad, Palanca jamás había usado un calzado ni alpargatas siquiera, le decían
“pies bolos” de tan redondeados que los tenía, pero eso nunca impidió que fuera
el mejor jugador del pueblo de Tatakua y aledaños.
Entre
tantas anécdotas que giran alrededor de Palanca, decían que el día del
recordado partido, después que superó la revisión del referí y se retiró a su
puesto a esperar el inicio del juego, en la cancha comentó con ironía el mismo
zapatero don Juan:
— Por
las piernas, lamentablemente, no se pudo hacer nada, salvo que se cambie el
reglamento y permitan a los jugadores usar pantalones largos, sólo así
podríamos inventar algo para tapar el arco de su naturaleza.
Palanca
seguía moviéndose y precalentando segundos antes de que comenzara el partido,
lejos del árbitro y de los jueces de línea, tratando tal vez de no detener los
pies para que nadie viera y así percatarse de sus simulados botines.
Cuentan
hasta hoy los que le conocieron que la sufrida derrota de 2 a 1 contra el Sport
nunca fue tema favorito para Palanca, a la hora de revolver su pasado de
futbolista, aunque siempre los tuviera bien guardados como jirones de una
prenda querida y en el doble fondo de su baúl de los recuerdos. A menudo, se
sentía culpable de aquella derrota y le angustiaba no poder remediarlo, porque
participó de los tres goles del partido, curiosamente, aunque dos fuesen en
contra. El primero de los goles fue a favor y olímpico, lo convirtió de una
forma inexplicable. Tiró desde el córner, envió un centro pasado, el arquero no
pudo alcanzar y el arco de repente, desde el segundo palo, chupó la pelota que
seguía la línea del área chica y hasta que la devoró contra la red. La gente
hasta hoy recuerda aquel chanfle inimitable del Back que puso en ventaja al 1º
de Mayo durante el primer tiempo. Los otros dos goles Palanca los prefería no
traer a cuento porque los consideraba “perlas de la mala suerte” y “venganzas
del destino”.
En esos
años en que brilló la estrella de Palanca, descollaban en el mundo la orquesta
de genios que dirigía Pelé en el Santos, Pontoni, Scotta y Bianchi en el fútbol
argentino, y en Paraguay, reinaban los Nino Arrúa, Carlos Lobo Diarte y los Jara
Saguier. En Tatakua, en cambio, la varita mágica la portaba el incomparable
jugador de la vida y filósofo del fútbol, el gran Ildefonso Irala, renombrado
como Palanca por los aficionados, discípulos y fabuladores de su historia. Con
su filosofía de vida y de fútbol Palanca hizo una escuela y discípulos que
siguieron su ejemplo, entre ellos, su propio hijo Troadio Ayala, rebautizado
como Palanguillo en honor a su padre, que logró en gran medida aprender el arte
de jugar al fútbol, pero no el arte de contar el fútbol en que mejor se lucía
su progenitor. Sin embargo, quiso el destino que el mismo Palanca pisara el
césped del Estadio Sajonia de Asunción, en un octogonal de Interligas, que
también le dejó malos recuerdos y peores cosechas. Para la curiosidad, jugaron
cuatro partidos y ganaron todos durante el primer tiempo, algunos hasta por
tres goles de diferencia, hasta que se encendían las luces de neón y no
encontraban más la pelota, se volvían miopes cuando no ciegos, porque no conocían
la luz eléctrica en Tatakua. Como excusa, Palanca había comentado al respecto,
como de paso, que fue una conspiración para eliminarlos, porque los demás
habían jugado a la luz del día y ellos que, en desventaja deportiva, a lo sumo
habían aprendido a jugar en plenilunio o con iluminación de las luciérnagas,
pero nunca con el neón artificial.
El
nombre o apodo de Palanca nadie sabía a ciencia cierta y con precisión el origen,
algunos sostenían que era por la fuerza con que impulsaba el balón o el arte
con que alzaba el ánimo de su equipo, tal vez en una analogía involuntaria con el
sabio Arquímedes que había pedido una palanca y un punto de apoyo para mover el
mundo. Era experto en arengas y estimulación anímica de sus jugadores, traía a
menudo la anécdota de Obdulio Varela, capitán de la Selección de Uruguay
durante el Maracanazo, que, para sofocar la presión de los 200 mil brasileños que
bramaban como una tormenta en la tribuna, acuñó la famosa frase “los de afuera
son de palo y el partido se gana en la cancha sólo contra los 11 rivales…” Y en más de una oportunidad, un optimista del
gol, con un saque de arco había convertido goles ante el descuido del arquero
contrario, con la ayuda de una cancha despareja o algún viento cómplice que
respondía al conjuro de aquel maravilloso personaje que era Palanca. Era
célebre su saque de arco con punta karaja
que extraía de la torcedura de sus pies, tan célebre que se convirtió en uno de
sus apodos también, en que la pelota salía rasgada por la uña del dedo grande, se
iba zumbando por el aire como una bola sonora o pelota de fuego.
Para la
explicación de su marcante o apodo abundaban las teorías, algunos hasta decían
que, para el desconcierto de muchos, su nombre se debía a los defectos de sus
piernas y las virtudes de su corazón de niño que nada le resultaba imposible en
su imaginación, y menos en la realidad de su definición como un pequeño dios de
la pelota. Palanca era una especie de creador o recreador de un fútbol muy
personal, cuya historia siempre fue sospechosa y sospechada de haberla
inventado él mismo. Negaba rotundamente que fuesen los ingleses sus autores,
aunque sí aceptaba su profesionalización y de ahí también justificaba que su
reglamentación fuera “todo en inglés”.
Palanca
historiaba a su manera el fútbol a los jugadores y compañeros, dejando escuchar
a los chicos que miraban, boquiabiertos, de curiosos y parecían soñar con la
magia que transmitía el Back más renombrado de la región.
—El
origen del juego de la pelota se pierde en el tiempo de la humanidad, hay
antecedentes casi en todas las culturas, inclusive en las indígenas
precolombinas. Especialmente, entre los guaraníes, el juego de la pelota con
los pies fue el entretenimiento preferido desde tiempos remotos. El “mangaysy
popo” o “mangaysy ñemboharái”, el arte de jugar con la pelota hecha de la
resina del árbol de “mangay”, fue
registrado ampliamente esta afición por los jesuitas como queja y prueba de la
holgazanería de los indios, pero una vez expulsada la Compañía de Jesús en 1767
de los dominios de América, los padres fueron admitidos en Inglaterra y
llevaron para su servicio muchos guaraníes que seguirían practicando en Londres
su juego favorito, el “mangaysy popo”, luego pronto se difundiría en los
potreros londinenses. Pero en lo que no se duda es que el fútbol fue creado por
niños y el sello del juego es la alegría. Quien juega sin alegría no juega,
mata el alma de la pelota. Para la solemnidad debe dedicarse a otras cosas más
serias que no requieren de alegría ni devoción.
Recuerdan
en el pueblo que, además de la práctica habitual de la gimnasia y juegos con
pelota, Palanca enseñaba a reír y sonreír a sus jugadores, como un ejercicio
más dentro de la cancha. Perseguía a los que presentaban un aspecto recio y
tomaban el fútbol como algo parecido a una obligación. Se obsesionaba con el
tema de la alegría en el juego y su prédica volaba a los cuatro vientos,
incansable repetía “jueguen felices y contagien de felicidad a los que les
miran jugar”.
Palanca
exigía al jugador que terminaba de dominar un juego que aprendiera de inmediato
algo distinto, reprendía hasta al que convertía goles sin variar la jugada. A
menudo, decía que hacer goles de la misma manera todos los días era igual a
fabricar galletas siempre con la misma fórmula. Y como si todo fuera poco,
exigía también mucha velocidad pero no a los jugadores sino en el pase del
balón. Estaba convencido de que la velocidad debía llevar la pelota y el
jugador sólo tenía que pasarla de primera. Pero para entrenar ese aspecto
trazaba con cal viva su famosa rayuela en la cancha, donde cada jugador ocupaba
un recuadro con el número de su camiseta o puesto, y no debía nunca salir de su
límite a la espera del balón para pasar a otro compañero hasta el alcance de
los delanteros, que sí podían moverse, libremente todo lo necesario, hacia el arco
contrario.
Palanca
para cada táctica de juego no ahorraba reflexiones ni retaceaba la imaginación:
— Cada
jugador que recibe el esférico no debe preocuparse en buscar a su compañero,
éste debe aguardar en su puesto exacto y enlazar el juego con la pelota hasta
anidarla en la red adversaria. Con ojos cerrados un jugador debe pasar el balón
y llegará a buen destino si el compañero respeta su lugar encomendado. Porque
al principio los ingleses jugaban el fútbol y el rugby como un solo juego, con
los pies y con las manos, luego con el tiempo fueron diferenciándose, pero
quedaron algunos resabios en uno y en otro. En el fútbol, por ejemplo, el
jugador que quiere llegar al arco con la pelota, después de cruzar toda la
cancha, es típico del rugby, pero la velocidad se debe imprimir a la pelota con
el pase rápido y preciso dentro de un plan de juegos aprendido de memoria en
los entrenamientos.
Por
momentos, decían los compañeros del club 1º de Mayo, en Palanca parecía
mezclarse el papel de técnico y jugador en la cancha, indicando jugadas y
posiciones a los dirigidos al mismo tiempo que él se ubicaba como compañero y
defensor infranqueable al ataque adversario, pero no antes de echar algunas
ideas que reflejaban su filosofía de juego.
— El gol es una belleza, pero el placer está
en la jugada. Los pases previos del gol son como las caricias para el clímax
del amor.
La sola
presencia de Palanca en la cancha era suficiente para atraer a la gente
masivamente como con un imán, para ver el partido y su protagonista
indiscutible, ya convirtiendo un gol olímpico, de taquito o de chanfle de algún
tiro libre, pateando con el talón del lado de afuera del pie torcido. Era un
espectáculo aparte verlo, por más entretenido que resultaba el partido. Parecía
que jugaba, en primer lugar, para divertir a todos los espectadores y luego, si
cabía dentro de la alegría, para la camiseta que lucía con el eterno número 2.
Palanca era lo que se dice un jugador completo, funcionaba muy bien en todos
los puestos, pero las demás posiciones en la cancha él las había aprendido sólo
para reforzar el aprendizaje de su puesto. Hasta en el arco cumplía un buen
papel y tenía algunas piruetas propias que los demás arqueros fueron copiando,
como desviar un penal con la cabeza o colgarse del travesaño y rechazar con los
pies.
Al
respecto, Palanca tenía su propia teoría y trataba de imponer a pesar de la
resistencia de un delantero, por ejemplo, de ir al arco como práctica inherente
a su puesto de goleador.
— Un buen
centroforward debe conocer al dedillo
las astucias de un buen arquero, para eso es recomendable aprender a ser
arquero también, para ver el revés de un ataque de gol o mirar la trama del
tejido en su reverso. Como también un buen arquero necesariamente debía ser un
buen tirador de penales y delantero oportunista para abortar los desbordes
ofensivos.
Aunque
los jugadores trataban de seguir la imparable imaginación de Palanca, se
resignaban a escuchar y tratar de asimilar lo máximo de la lección, pero
decididamente no se ilusionaban con lograr las piruetas inimitables y jugadas
mágicas del maestro que parecía por momentos irreales o imaginarias.
Para romper esa incredulidad de sus jugadores,
Palanca traía siempre a mención las palabras del legendario jugador argentino
Alfredo Di Stéfano sobre el paraguayo saltarín Arsenio Erico:
—Saltaba
tan alto en busca de la pelota que temíamos que se quedara en el cielo y nos
dejase solos en la tierra sin la alegría de su juego.
También
Palanca hablaba de Erico como si fuera un dios del fútbol, un apóstol de la
pelota que dejó un evangelio de vida para las generaciones y lo nombraba al
mismo tiempo como si fuera un viejo conocido del Club Independiente. Todos
sabían que todo cuanto refería Palanca sobre el crack de los Rojos de
Avellaneda había obtenido las anécdotas de oídas nomás, pero contaba cada una con
tantos detalles que, cualquiera hubiera pensado al escucharle, que fue testigo ocular
en cada hazaña deportiva del “Ángel que jugó para los diablos”. Resaltaba las
lecciones que dejó el gran Erico, en particular, su caballerosidad deportiva al
pedir perdón al equipo adversario después de convertir cada gol. Decía que el
verdadero futbolista juega para todos, su arte debe conllevar alegría tanto
para la tribuna propia y ajena, ejemplificaba con lo que pasó a los gladiadores
del Maracanazo.
—Alcides Ghiggia, el glorioso autor del gol
uruguayo en el Maracanazo de 1950, que crucificó al arquero Moacir Barbosa
contra los maderos de su arco, luego del partido sintió pena al ver a los
brasileños sufriendo, a todo un país agonizando de tristeza por la derrota,
entonces él comprendió que con tan monumental triunfo también algo fracasó, el
auténtico fútbol debe dar alegría a todos, una verdadera victoria lleva en su
esencia un consuelo a los que pierden, una admiración que justifica el
resultado como “el destino irremediable”, según el poeta Emiliano R. Fernández.
Aunque en la vida real Palanca se repartía en
la cancha, equitativamente, entre su papel de técnico y jugador, para
configurar su personaje de director se quitaba del bolsillo un quepis, se
calzaba en la cabeza, y arengaba a sus dirigidos. Luego volvía a guardar su
gorra y se ubicaba en el equipo como un jugador más. Así iba impartiendo su
lección de fútbol mezclada en todo momento con una filosofía de vida que sólo
él conocía o existía en su imaginario de gran fabulador, un digno representante de la
mejor cultura oral del pueblo paraguayo, y mejor futbolista que conoció en su
historia Tatakua.
Palanca
era amado y admirado por todos pero totalmente incomprendido, porque no
valoraba el resultado de los partidos y restaba importancia a las derrotas, que
muchos sospechaban que era una excusa pícara para exculparse de cualquier
fracaso. Palanca más bien rescataba las jugadas inolvidables de los jugadores,
describiendo con exquisitos detalles, como si fueran joyas del aire, un buen
salto o la estirada brillante de su arquero. Le favorecía un poco la costumbre
de no mostrar mucho entusiasmo a la hora de ganar, más destacaba el buen juego
sobre el triunfo, decía que ganar un partido era decisión de lo fortuito pero
jugar bien, talante propio de los atletas más competidores de los Olimpos.
Después
de algún partido mal jugado o con resultado adverso, sentenciaba algo siempre. Ante
la disconformidad de la hinchada y para el desconcierto de sus oyentes, como
dijo en una oportunidad:
—Los
goles son como los caramelos para los chicos, sólo sirven para los malcriados y
los que no entienden de fútbol, son también entretenimiento fácil para los que
buscan un triunfalismo con poco esfuerzo y un regalo dadivoso del azar.
Palanca
apoyaba su tesitura de acuerdo a la historia de fútbol que él contaba. Nunca
dio fechas ni épocas para el fundamento de sus aseveraciones sobre las cuestiones
históricas del fútbol y las modalidades que fue adquiriendo a través del
tiempo. Pero defendía con pasión cada una de sus teorías y estaba dispuesto a
llevar su defensa todo el tiempo necesario para rebatir y convencer a su
interlocutor de turno. Se explayaba muy suelto de cuerpo sobre la extraña
teoría sobre su deporte favorito y no perdía ocasión para machacar sobre la
pérdida del buen gusto en los juegos, y el olvido permanente de que el fútbol
tiene vocación de arte.
—Al
principio, no existían los arcos, éstos fueron inventos de los mercaderes del
fútbol, para engatusar a los desprevenidos espectadores. Quieren hacer creer
que los goles son la coronación de un partido, al contrario de lo que son
realmente, efectismos de dudosa cualidad moral. De ahí que los jugadores hoy en
día los podrían hacer de cualquier manera, con la mano y todo, con tal de que
no lo advierta el referí; porque el fin justifica plenamente los medios: lo que
importa es el resultado, no el fútbol en sí, sino el negocio.
Palanca
abundaba en detalles para reforzar su argumento, ya recurriendo a ejemplos, ya
tomando imágenes poéticas o comparando el partido con hazañas heroicas, casi
siempre rematando a algún aspecto de la inevitable justa entre el Club Sport y
1º de Mayo.
—El
fútbol debe sostenerse en la cancha con las jugadas, sin perder interés ni
belleza, no debería depender de los goles para levantar el pesado trasero de la
tribuna. Una jugada debe ser capaz de conmover hasta las lágrimas de emoción o
provocar el grito victorioso de una batalla digna de ser contada por poetas
como Homero o Emiliano.
Palanca
veía a sus jugadores como verdaderos gladiadores, les exigía cualidades casi
sobrenaturales, les pedía exhibir un espíritu épico a toda prueba, una auténtica
garra de héroe y un henchido pecho de lanzallamas. Aprovechaba las fiestas de
San Juan para organizar un partido con pelota tata —pelota de fuego—, donde
cada jugador debía demostrar sus destrezas con el balón en llamas como si tuviese
el mejor esférico número 5 a sus pies. El que llevaba la peor parte era el
arquero, que debía rechazar o embolsar como si fuera simplemente el balón de
cuero.
El
pueblo disfrutaba como nunca del partido con pelota tata que realizaba Palanca
en honor a San Juan, entre otros tantos juegos tradicionales, como el palo engrasado
o enjabonado (yvyra sÿi), caminata sobre brasas (tatapÿi ári jehasa), quema de
Judas (Judas kái), sortija y corrida de toros (toro ñemoñarö o torín). El
partido con “pelota tata” era la mayor atracción de todos los juegos, porque
además los jugadores se disfrazaban de fantasmas o genios de la noche (kambá o
póra), pero sólo a Palanca se lo distinguía entre ellos por el arqueo de sus
piernas. Pero esta costumbre de fuego y juego de disfraces ya venían en el
Paraguay de las épocas remotas y coloniales, según algunos, heredada de los
primitivos guaraníes el “tata ñemboharái”(juego con fuego) y de alguna
contingencia de esclavos negros venida del Congo y de toda África; aunque otros
afirman que la historia data de más recientes hechos que dejó el genocidio de
la Triple Alianza, en manos de los brasileros y bandeirantes que usaron de
carne de cañón a los negros esclavos y prisioneros paraguayos contra el
Paraguay.
Pero la historia de Palanca es de nunca
acabar, ya había pasado más de una hora larga y el calor de la siesta en Tatakua
hacía honor a su nombre original, “horno de fuego”, en guaraní. Los jugadores
no parecían con ganas de dejar la sombra fresca de los naranjos, aunque Palanca
ya picaba la pelota con el arquero sin salir al sol y pitaba de vez en cuando
el silbato para ir cortando la modorra de sus valientes malabaristas. Aunque algunos
jugadores seguían buscando pretextos para conversar y demorar un poco más el
entrenamiento, Palanca se acercó al grupo y pidió un último tereré para sorber.
De
pronto, el jugador Juancho Portillo inquirió, aprovechando la curiosa
predisposición de Palanca al diálogo, impulsado quizá por el intenso calor que
derretía todo, hasta la memoria, hizo saltar la pregunta:
—Pero
cómo fueron realmente los goles de Sport, la gente en el pueblo dice cualquier
cosa y nunca supimos la verdad.
Palanca,
sorprendido por la pregunta punzante, se dispuso a contestar haciendo gambetas
como siempre. Habló, primero, de otros temas que lo desvelaban y que hacían a
la formación del buen deportista. En un salto inesperado se instaló en la
antigüedad, hablando del origen del deporte, de la academia, el gimnasio y el
liceo de la antigua Grecia, el caos y el Cosmos, el cuerpo y el alma como una unidad y
armonía. Como evasión, habló con naturalidad y en tono sentencioso olvidando
por completo echar luz sobre los goles de Sport.
—En
Grecia, el ganador de las Olimpíadas se convertía en un pequeño dios para la
gente, no por el hecho de triunfar, sino por reunir la suma de las virtudes
deportivas y helénicas, pero sin confundir con los guerreros o patriotas a la
hora de valorar al deportista. El deporte es universal y generoso, debe
engrandecer a una nación y añadir paz al mundo. El deporte tiene una camiseta
que defender y la patria, la bandera.
Los
jugadores notaron la incomodidad y las vueltas de Palanca para abordar la
respuesta largamente esperada. Pero no cortó de cuajo, siguió el hilo de su
exposición un rumbo incierto. Aunque entre consejos y reproches parecía
encaminarse hacia la incógnita que a todos le tenían con la curiosidad
encendida.
—El
deporte persigue la virtud, no sólo el triunfo. El futbolista debe estar
preparado de buena forma, jugar bien y saber valorar el buen juego. Por eso
siempre les exijo felicitar al adversario cuando nos gana con altura y arte,
que ustedes tanto resisten y menoscaban a la cortesía su valor supremo.
El
jugador Eusebio Flecha, le notó indeciso a Palanca, le allanó el camino con
ansiedad y clavó la espina.
—El gol
del Sport, el empate, ¿fue de contra?
Respondió en seco:
—No, no.
Fue de culo.
Luego
Palanca explicó que uno de sus saques de arco, de punta violenta, dio justo en
el trasero de un wing que se
interpuso, para la desgracia, y mandó de rebote al fondo de la meta.
A esta
altura, Palanca estaba desvencijado y no podía disimular el resquemor que
sentía ante los muchachos que vibraban ante la reveladora confesión, al recordar
un partido que marcó para siempre su trayectoria, como si él fuera realmente un
astro del firmamento, pero surgido con el revés de una hazaña.
Porque
el gol de la victoria, el segundo de Sport, nunca fue misterio en Tatakua. Se
sabía que, al salir el arquero, en un ataque contrario, Palanca quedó como
último hombre para defender el arco y lo defendió con todo, imaginariamente al
cerrar las piernas, pero la pelota siguió su itinerario sin tapujos: primero,
pasó de caño por su sortija de chueco y luego, se anidó en la red de 1º Mayo.
Pero a Palanca nunca se le arrancó una palabra sobre éste gol, hasta aquella
tarde en corro de tereré, en la sombra y esperando la piedad del sol para
comenzar el entrenamiento.
Otro
jugador de más confianza con el compañero y técnico, Leoncio Bernal, inquirió e
insistió para escuchar de una buena vez, al límite de su paciencia, la
respuesta del propio Palanca.
—Entonces, ¿el segundo gol fue en contra también?
Palanca, tomó la pelota y la puso bajo el brazo.
Fuerte y nervioso pitó el silbato, llamó a todos a la práctica y remató el
asunto antes de marchar a la cancha:
— No.
Fue de concha.
Julio, 1998.
*Cuento publicado en el libro "El maleficio
y otras maldades del mundo", de Gilberto Ramírez Santacruz, Editorial
ARANDURA, Paraguay 2008.
No hay comentarios:
Publicar un comentario