El Refutador de la Infamia
contra Francia
Stroessner y Perón sellan su abrazo
con la emoción creadora de los hombres
que vencen al destino
y hacen en la historia a golpes de verdades
vivientes como himno de los hombres.
¡Venid y ved, pueblos del mundo, cómo
el peso de la espada es justiciero
cuando se yergue en defensa de la paz
y su eje de diamante
busca lo vertical de la esperanza!
En sus hombres soldados
en sus pueblos de paz, en su destino
común de patrias enlazadas,
Paraguay y Argentina están unidos
de corazón a corazón,
hermanos para siempre,
eternamente...
¿Y ese poema de qué se trata y qué nos trae ahora como
novedad…además de su exasperante incendio visceral por
estas horas, Augusto? La maledicencia en el Paraguay, estimado
Montiel, es una disciplina ejercida con eficacia por muchos,
con intencionalidad o por puro deporte. Una vez elegido
el objeto como blanco hasta los novatos afinan su puntería, haciendo trizas el buen nombre y fama profesional como en
mi caso. Imperdonables aprendices de canallas que serán a su
vez el blanco de mi certero dardo más temprano que tarde.
No toleraré a esta altura de mi vida el más mínimo de los desaires.
Seré implacable con mis azuzadores como lo fue el Supremo
con sus enemigos portadores del yugo colonial o falsos
patriotas como aquellos que pretendían solamente
“cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo”. Cálmese,
Augusto, cálmese. Póngase cómodo hoy en la perezosa, dejemos
el diván para otro tipo de sesiones. Que Marina nos
aguarde en el zaguán, mientras tanto. Cuéntenos su desazón
por los versos publicados que, al parecer, ya estaban en el olvido,
según creo, o ¿me equivoco, Augusto? Nada de zaguán
para Marina, que permanezca con nosotros más que nunca,
para ella no hay secretos ya de mi pasado ni presente y puede
entender mejor que cualquiera por dónde pasa el meridiano
de mi vida hoy día. Pero de verdad vengo en llamas, Montiel,
por la indignación que me causó leer aquel poema escrito con
ingenuidad y que me hubiera gustado olvidar para siempre.
Pero la inquina no tiene compasión de nadie, menos de mí
que estoy en la picota de amigos y enemigos. Aunque en Paraguay
nadie pierde ni gana reputación, según dijera un célebre
político, en mi caso saben que ahí está mi talón de Aquiles,
en la conducta intachable que mantuve siempre. Tratan de menoscabar la consideración que me tienen en el extranjero,
por eso me endilgan obras del pasado que la propia historia
se encargó de corregirlas o, como en este caso, de borrarlas.
Me viene a la memoria todo lo que leí e imaginé en mi
novela sobre Rodríguez de Francia, me vienen como atropellándose
las ideas imaginadas y los recuerdos de la infinita
lectura que me demandó mi obra literaria más comentada. A
decir verdad, creo que me siento igual que El Supremo entonces,
al conocer aquel pasquín que simulaba su testamento,
que amaneció clavado en la puerta de la catedral y los guardias
recogieron para desatar su ira y volverse fiero e implacable
contra los conspiradores, como yo mismo ahora me siento
montado en la ira contra mis burladores. En aquel falso testamento
ordenaba el Supremo que, entre otras cosas, al morir
su cadáver fuera decapitado y todos sus funcionarios y colaboradores
fuesen condenados a la horca2
. Imaginemos la escena,
después de leer dicho pasquín, el Supremo de inmediato
conminó a su “fiel de fechos”, secretario y amanuense, el
inefable Policarpo Patiño, husmear perrunamente toda la ciudad
y la República completa en busca del audaz libelista y
malicioso autor de marras. Sin sospechar siquiera el Supremo
que, aún después de muerto, seguirían infamándole por generaciones
sus jurados enemigos y resentidos descendientes,
como Juan Francisco Decoud, Ciriaco Peláez y los hermanos
Machaín que sus retoños formarían luego la traidora Legión
Paraguaya para luchar contra el Paraguay en la guerra de la
2 “Yo el Supremo, Dictador de la República del Paraguay, ordeno que al acaecer
mi muerte, mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres
días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas
echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena
de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni
marca que memore sus nombres. Al término del dicho plazo, mando que mis
restos sean quemados y las cenizas arrojadas al río...”. (Texto del pasquín o falso
testamento del doctor Francia insertado en Yo, el Supremo de Roa Bastos).
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Triple Alianza, figuraban entre otros principales contrarios,
al propalar el vengativo libelo escrito por el porteño José María
Villarino al acaecer la muerte del dictador Francia y que
fuera, contra todo pronóstico de sus detractores, tan llorado
el “Karaí Guasu” por el pueblo paraguayo, y que por el motivo
de dicho libelo fueran juzgados y condenados los mencionados
enemigos en la cárcel durante el mandato de los cónsules
Carlos Antonio López y Mariano Roque Alonso en 1841, y
que cuyas célebres décimas difamatorias comenzaban diciendo:
“Grandísimo mulatón, / canalla vil indecente, / cobarde
el más excelente, / y refinado ladrón” .Como puede observarse,
Montiel, los enemigos del Supremo también tejían finas
su añagaza y ardid, igual que los míos, pero aún las ara-
ñas más venenosas nunca aprendieron a destejer su trama y a
menudo quedan atrapadas en su propia red. He aquí la paradoja
que aleccionará a mis intrépidos perseguidores y renegados
escritorcillos de pluma corta. Pero yo me niego a chapotear
en los charcos de estiércol que me ofrecen, prefiero
imaginarme otros campos de batalla, otras encrucijadas más
relevantes a mis personajes y para mí mismo como autor que
puja y pugna por reivindicar la cultura de su pueblo. En ese
sentido y ante semejante ataque artero, me pongo en la piel del Dictador ante el pasquín que le fabricaron, y no me quiero
imaginar lo que hubiera sentido y pensado Francia sobre mi
novela “Yo, el Supremo” al hojear sus páginas, libro concebido
solamente como ingenio creativo y literario que es mi obra.
¡No! No hubiera entendido jamás que yo, en el fondo, lo admiraba
y lo admiro profundamente al escribir mi obra que
evoca su mentada fama, porque mi libro enfoca su figura literariamente
y no sólo desde lo historiográfico, brindándole
una oportunidad inmejorable para defenderse con la propia
pluma contra sus incontables detractores. Pero él, con su severidad
voltairiana y robespierriana, no hubiese admitido la
consideración siquiera y menos la publicación de los escritos
de sus detractores e infamadores, a pesar de que algunos de
ellos también, quizás sin proponerse, escribieron positivamente
sobre su papel histórico o protagonismo excluyente en
la creación y conservación del Paraguay como una república
libre y soberana, aunque en general en forma crítica fue presentado
el Dictador pero desde la admiración y el gran interés
que despertaba la enigmática figura de Francia en Europa. Sin duda, estoy muy persuadido de que su opinión sobre mi
trabajo hubiese sido también la misma que vertió sobre las
pretenciosas obras de los médicos suizos Rudolf Rengger y
Marcelin Longchamp, “Viaje al Paraguay en los años 1818 a
1826” y “Ensayo histórico sobre la Revolución del Paraguay”,
en su célebre artículo publicado en 1830 en el diario El Lucero
de Buenos Aires, “Notas hechas en el Paraguay por el Dictador
Francia sobre el volumen de John Rengger”, en el cual
refuta como “un ensayo de mentiras, lleno de historias no
sólo acomodadas al gusto de los interesados, sino inventadas
por ellos, en venganza por la frustración de sus repetidas
conspiraciones, maquinaciones y complots. Todos ellos, cuentos
forjados al paladar de Europa. Ensayo de puras mentiras,
en el que todo se desfigura de modo que conduzca al intento
de desconceptuar al Dictador”. Asimismo, el inglés Robertson
en sus Cartas sobre el Paraguay, pero muy influido por
Rengger y hasta el punto de copiarle varios pasajes de su
obra, describió a Francia como un “moreno, de ojos negros
muy penetrantes, su umbrosa cabellera que peinaba hacia
atrás descubría su amplia frente para desvanecerse en naturales
ondas sobre sus hombros, le daba un aire de dignidad que
atraía la atención. Aunque tenía una expresión severa y una
inflexibilidad latente en su semblante, se esfumaban apenas
se sonreía, produciendo por el solo contraste un efecto cautivante
en quienes con él conversaban”. Sin embargo, el doctor
Francia tenía una gran formación intelectual para la época,
formado y recibido en Córdoba en 1785 como Licenciado en
Filosofía y Doctor en Teología, hizo una admirada carrera jusus
errores de apreciación inevitables) de “el Paraguay lúgubre de Francia”, sin
darse cuenta que quienes habían creado la leyenda del Paraguay “lúgubre” de
Francia eran los mismos que hablaban de la Francia lúgubre de Robespierre y
de los jacobinos”. (“José Gaspar de Francia, el Robespierre de la Independencia
Americana”, Georges Fournial).
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rídica como experto en Derecho Español ante sus contemporáneos,
y era un gran lector de las obras de su tiempo. Tenía
como única compañía la lectura, en medio de esa tremenda
soledad del poder absoluto. Mandaba importar regularmente
los libros y recibía remesas enviadas por algunos de sus destacados
y anoticiadores que tenía repartidos por el mundo,
rubro mayoritario de importación que compartían los libros y
los juguetes para niños con los instrumentos musicales, mucho
más que los armamentos y herramientas de labranza, según
consta en algunos cuadernos que llevaba personalmente
Francia. Hay que tener en cuenta que Francia no fue sólo Dictador
honorario ni honorífico, sino ejerció el poder rigurosamente
en todas las áreas de su gobierno, siendo nombrado
por el Congreso de 1816, al tiempo de ser “Dictador perpetuo
de la República durante su vida, con calidad de ser sin exemplar”,
asumió “el Supremo” los cargos y funciones plenos de
“Ministro de Guerra, Comandante en Jefe, Auditor de Guerra,
Juez Supremo Militar y Director de la fábrica de Armamentos”,
así mismo tomó en sus manos la responsabilidad de
“instructor de las tropas, particularmente de caballería”, de la
de las Cuentas Públicas o Finanzas, de la del fomento de la
Agricultura, de la del Comercio Exterior y de la de Educación
Pública por si fuera poco. Vaya si asumió y cumplió con todos
aquellos mandatos, sobradamente comprobadas su eficiencia
y eficacia en la consolidación del Paraguay como una república
libre y soberana. Pero sobre todo, Rodríguez de Francia fue
gran estadista como pocos en el mundo, por su incorruptible
honestidad y filosofía del todo desinteresada en lo personal y
generosa en lo social, cuya axioma era: “el bien particular
debe ceder siempre al bienestar común y general”. Pero el
mismo Robertson hizo justicia con Francia al decir que “de los
pobres pedía honorarios reducidos, o a veces nada, mientras
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que de sus clientes solventes pedía y recibía sumas considerables,
así se hizo de fama entre la plebe. Aunque su integridad
sin temores le ganó el respeto de todas las partes. Jamás defendía
una causa injusta, estando siempre dispuesto a tomar
la parte del pobre y el débil contra el rico y el poderoso”.
Pero, Augusto, el doctor Francia fue un Dictador Perpetuo y
era también implacable con la cultura y las expresiones artísticas
como literarias en general. Fue tal cual como decía Lord
Acton, la encarnación perfecta de su sentencia: “El poder
tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.
A Rodríguez de Francia le construyeron sus enemigos
que perdieron los privilegios en Paraguay y los célebres
visitantes europeos una imagen mefistofélica que ni el propio
Satán hubiera envidiado. Le atribuyeron frases tremendas y
temerarias como aquella que dicen que dijo a su centinela que
cuidaba la casa, para subrayar la supuesta personalidad malévola
del Dictador, “si alguno de los que pasen por la calle se
detuviere, fijándose en la fachada de mi casa, haz fuego sobre él; si lo
yerras, haz otro tiro, y si todavía lo yerras, ten por seguro que mi
pistola no ha de errarte”. O bien la otra que aseguran que dijo a
los sacerdotes al nacionalizar la iglesia paraguaya y liberar
también de Buenos Aires, España y el mismo Vaticano: “Si el Papa viniera al Paraguay, puede ser que le nombrara mi capellán,
pero bien se está él en Roma y yo en La Asunción”. Para abonar
dicha imagen tenebrosa, uno de los Robertson, joven comerciante
inglés, como queda dicho y que lo había descripto su
rostro como sombrío y con ojos muy penetrantes, en su primer
encuentro con el Dictador se llevó un desencanto por la
amabilidad y por lo hallado en su quinta de Ybyraí, residencia
campestre heredada de su madre en las afueras de Asunción
de entonces. Robertson encontró en la chacra donde vivía
Francia al visitarlo no cráneos humanos ni pócimas
diabólicas o abalorios de hechiceros ni de “payés” o chamanes
indígenas, sino un globo astronómico, un gran telescopio
y un teodolito, que el anfitrión utilizaba para indagar en los
misterios del Cosmos y la naturaleza toda, y no precisamente
en los submundos de Belcebú ni en las dimensiones del endemoniado
“Añá” o diablo guaraní. Dijo que había muchos libros
sesudos de derechos romanos y tratados de jurisprudencia
colonial de España; algunos pocos volúmenes de ciencias
experimentales y muchos de teorías sociales de los filósofos
populistas y llamados utópicos; algunos de ellos en ediciones
originales en francés, inglés y latín, con los cuales hacía cierta
ostentación de su familiaridad con San Anselmo, San Agustín,
Santo Tomás, Voltaire, Montesquieu, Rousseau y Volney,
en lo principal, parecía asentir con pasión y completa afinidad
a la teoría del último que propugnaba sus ideas sociales
igualitarias, autor de Ley natural o Catecismo del Ciudadano
Francés, y de quien posiblemente tomó el modelo de su Catecismo
del Patrio Reformado. Pero más que todo, se enorgullecía
de ser reputado algebrista y astrónomo, según el comerciante
inglés. Y aprovechando la ocasión, para más sorpresa
del viajante, el dictador Francia solicitó a su huésped para
que le trajera en su próximo viaje un telescopio, una bomba
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de aire y una máquina eléctrica, elementos que develan a las
claras las íntimas aficiones del Dictador y su familiaridad con
la tecnología científica más avanzada de su tiempo6
. Pero
bueno, mi gran Augusto, todas esas cualidades son muy valorables
en El Supremo, pero volvamos nosotros al incendio
de su paciencia por los versos publicados, seguramente desenterrados
por alguien que vive en el subsuelo del rencor y ataca
desde ese bajo nivel a sus presas elegidas. Además, hay que
traducir el episodio en palabras para procesarlo y luego actuar
en consecuencia para superarlo. Mirá, Montiel, como la envidia
literaria en nuestro país llega a niveles deplorables que, en
vez de estimular la creatividad en algunos que se hacen llamar
escritores, todo lo contrario, mis reconocimientos cosechados
les hacen saltar de sus entrañas un fauno de alimañas, sapos y
culebras de los más ponzoñosos y letales. Sólo así se entiende
el porqué de sus agravios y la necesidad de revolver mi pasado
de poeta y literato en ciernes, a solo efecto de desacreditarme
ante mis seguidores y, por qué no, admiradores. Cualquier
escritor en sus inicios comete errores y prefiere corregir con el
tiempo a través de la experiencia, dejando de lado las obras primerizas que no pasan de ser balbuceos de la verdadera voz
que vendrá posteriormente. Pero la maledicencia utiliza precisamente
esos tropiezos que uno realiza hasta encaminarse hacia
la vocación auténtica.(Fragmentos de El Refutador de la Infamia contra Francia).
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