domingo, 9 de octubre de 2011

REFERENDUM: ¡Paraguayos del mundo: regresarán un día...!

Regresarán un día...

Por los caídos por la libertad de mi pueblo y para los que viven para servirla, esta constancia.

I


¿Veis esos marineros aún vestidos de pólvora;
y esos duros obreros cuya sangre de fuego
circula como un río de encendidas raíces
bajo el denso quebracho de sus torsos?

¿Y esas pequeñas madres, de tan leve estatura,
que parecen hermanas de sus hijos?

¿No visteis, no tocasteis el rostro fragoroso
de esos adolescentes cubiertos de relámpagos;
seres rotos, usados, gastados y deshechos
en una mitológica tarea?

¿Los veis? -Son los Soldados
de una hora, de un día, de una vida:
todos los Hijos obscuros de la misma ultrajada tierra,
que es mía y es de todos
los muertos de esta lucha.

¿Veis esos ojos con dos rosas de lágrimas
colgadas de sus órbitas azules?

¿Veis todas esas bocas despojadas de labios;
con trozos de guitarras colgados de sus bordes;
todas deshilachadas, arrojadas de bruces
sobre la inocencia triste del pasto y de la arena?

¿Los veis allí, hacinados,
bajo la misma luna de los enamorados;
agrediendo la clara piedad de la mañana
con su despedazada sonrisa?

¿Veis todo ese tumulto de la sangre temprana;
que camina de día, de noche, a todas horas
hacia los más profundos niveles de la tierra,
donde se están labrando los moldes transparentes
de todos los Soldados de las luchas futuras?

Abiertos en canal, de Norte a Norte,
-desde donde nacía la Semilla del Hombre-,
hasta el caliente refugio del grito, yacen.

Miran las altas luces del alto día del duelo,
mostrando los horóscopos helados de sus manos
y sus frentes de piedra amanecida
y la cal valerosa de sus huesos.

II

No moriré de muerte amordazada.
Yo tocaré los bordes de las brújulas
que señalan los rumbos del Canto liberado.
Yo llamaré a los Grandes Capitanes
que manejan el Viento, la Paloma y el Fuego
y frente a la segura latitud de sus nombres,
mi pequeña garganta de niño desolado
fatigará a la noche, gritando:

«¡Venid, hermanos nuestros!
¡Venid, inmensas voces de América y del Mundo;
venid hasta nosotros y palpad el sudario
de este jazmín talado de mi pueblo!

«¡Acércate a nosotros, Pablo Neruda, hermano,
con tu presencia andina, con tu voz magallánica;
con tus metales ciegos y tus hombros marítimos;
acércate a la sombra de tu estrella despierta
y contempla estas llagas ateridas!

«¡Ven, Nicolás Guillén,
desde tu continente de tabaco y de azúcar,
y con esa segura nostalgia de tus labios
ponle un exacto nombre a esta agonía!

«¡Y tú, Rafael Alberti -marinero en desvelo,
pastor de los olivos taciturnos de España,
tú, que una vez cuidaste la sangre de los héroes
que puso a tu costado mi patria guaraní-,
dibújanos el mapa
de estos desamparados litorales de muerte!

«¡Venid, hombres absortos; madres profundas; niños:
buscadores de Dioses; pordioseros;
máscaras evadidas y nocturnas del vicio;
patentados jerarcas de la virtud de feria;
venid a ver el rostro del martirio!

«Venid hasta el remanso de este dolor antiguo;
simplemente venid: así, sin lámparas;
sin avisos, sin lápices y sin fotografías
y dejad, si podéis, en las riberas:
la memoria, los ojos y las lágrimas.

«Tocad con vuestras manos estos lirios dormidos;
tocad todos los rostros y todas las trincheras;
la numerosa muerte de todos los caídos
y el polvo que sostuvo esta batalla.

«Apartad con la punta de vuestros pies desnudos
todos estos metales de nombres extranjeros;
estos lentos escombros de torres agobiadas;
esta antigua morada de la miel
y la verde pradera
de esta selva temprana de soldados».

Sí. Todas estas torres de acumuladas ruinas,
son nuestras.
Aquella sangre rota y estas manos deshechas,
son nuestras:
son nuestro honor de ayer y de mañana.

Yo lo proclamo ahora desde el hondo reverso
de esta paz de cadáveres:
todas estas banderas
y estos huesos, abrumados de luchas,
son el metal de nuestro riesgo;
son el emplazamiento de nuestra artillería;
nuestro muro blindado;
nuestra razón de fe.

III

Porque no está vencida la fe que no se rinde;
ni el amor que defiende la redonda alegría
de su pequeña lámpara, tras el pecho del Hombre.

Con estas simples manos y estas mismas gargantas,
un día volveremos a levantar las torres
del tiempo de la vida sin sonrojos.

Desde el fondo de todas las tumbas ultrajadas,
crecerán las praderas del tiempo de soñar.

Aquí, cerca, en las márgenes de la tierra pesada;
junto a la sal antigua del mar innumerable;
en la madera espesa y el viento de los árboles,
están creciendo ya.

Yo sé que en la mañana del tiempo señalado,
todos los calendarios y campanas
llamarán a los Hijos de este Día.

Y ellos vendrán, cantando, con su misma bandera;
con su mismo fusil recuperado;
vendrán con esa misma sonrisa transparente
que no tuvieron tiempo de enterrar.

Vendrán la Sal y el Yodo y el Hierro que tuvieron;
cada terrón de arcilla les tomará los ojos;
la cal de su estatura se asomará a su cauce
y alguna eterna Madre de un eterno Soldado
los llevará en la noche caliente de su sangre.

Y en la hora y el día de un tiempo señalado,
regresarán, cantando, y en la misma trinchera
dirán, frente a la misma bandera de mil años:

«¡Presente, Capitana de la Gloria!
¡Aquí estamos de nuevo para cuidar tu rostro,
tu ciudadela intacta; tu imperio invulnerable,
Libertad!».

Hérib Campos Cervera
(Paraguay, Asunción, 1905 / Buenos Aires, 1953)